Creatividad
Una melodía, un recuerdo
Comenzó a sonar una melodía, eran alrededor de las cuatro de la mañana, la habitación estaba oscura y con la ventana abierta, a causa del calor. El cuarto daba a una pequeña corrala y era bastante sonora debido a lo cercano de las paredes, en ellas rebotaban los sonidos, por eso cualquier ruido se magnificaba. No quiso encender la luz, había leído que hacerlo le impediría retomar el sueño.
Fue una época de cambios, en el mundo se hacían descubrimientos que a diario asombraban a todos, en cierto modo, con cada uno de ellos la vida se hacía más sencilla, los ordenadores comenzaban a hacerse populares.
La melodía era agradable y según la deducción que hizo, sobre la marcha, venía del tercer piso, ahí residía un músico que, de vez en cuando, daba conciertos a todos los del bloque, por lo menos era música y no el maullido del gato —se dijo—.
Llegó al poder después de unas reñidas elecciones, en donde el papel del tipo desinteresado, le valió para ganar popularidad. En varios debates presidenciales, de forma dura, criticó a su oponente por las políticas que pensaba establecer si conseguía el sillón presidencial: No se puede hacer un plan de gobierno sin pensar en el ciudadano de a pie, varias de sus propuestas son inviables —se detenía y leía un papel—, para lograr su cometido tendríamos que subir los impuestos y, no solo eso, tendríamos que privatizar nuestras principales empresas. Tal vez sea un buen estadista, pero las personas son algo más que números fríos en un papel —argumentaba—. Discursos de esta índole le sirvieron para hacerse más popular, hablaba como un ciudadano cualquiera y, gracias a ello, accedió al palacio de gobierno.
Al no poder volver a dormirse inmediatamente, comenzó a darle vueltas a la cabeza, a pensar en tiempos pasados, a recordar pasajes que, de vez en cuando, volvían y le hacían replantearse sus decisiones.
Una vez elegido hizo todo lo que prometió que no haría, es más, copió el plan de gobierno de su contrincante y lo llevó a cabo, pero con una gran diferencia, dio un autogolpe de estado. Contra todo pronóstico, los principales poderes se pusieron de su lado y, en poco tiempo, se proclamó dictador constitucional.
La última vez que se encontró con un compatriota charló largo y tendido sobre la situación que atravesaba su patria, gobernada de manera continua por aprovechados que solo pensaban en sus intereses y se olvidaban de su papel como servidores públicos.
Sus defensores sostenían que era la única solución posible. En poco tiempo concentró todo el poder en la capital. Su palabra era ley, por lo tanto, todo tenía que hacerse con su aprobación, a pesar de los avances en el resto del mundo, se encargó de mantener en la ignorancia a todo aquel que no era capitalino.
Su tierra, a la distancia, les dolía, era una carga que llevaban a cuestas. Un momento marcado a fuego; volvía el pasado una y otra vez, pero solo con preguntas, cada cual más difícil de contestar.
Una ciudad se opuso y eso devino en represalias económicas, ahora el dinero de la explotación de sus recursos se iba y no volvía. Todo pasaba desapercibido, convirtiendo a su centro neurálgico en un monstruo de varias cabezas que se alimentaba de la sangre acaparada.
Durante mucho tiempo varios escritores se plantearon preguntas similares, sin embargo, siempre volvían al punto de partida.
Al quitar libertades hizo crecer a la capital, gracias a expoliar al resto de comunidades. Cuanto más tenía, más quería. Como cara visible del país parecía otro mundo, sus habitantes eran ajenos a todo. Ahí se reunía lo peor del territorio, era una representación del mismo, la cara oscura era sucia y maloliente, una buena muestra de sus limitaciones.
Ese estado era un intento fallido, un imaginario que se forjó sin posibilidades reales, un experimento que se fue al carajo a las primeras de cambio.
Las grandes lumbreras especulaban sobre el devenir de la historia; los intelectuales se convirtieron en la mejor pareja del déspota, con diversos tratados justificaban sus decisiones, daban lecciones de moral, eran los mejores lacayos, defendían a ultranza la mano que les daba de comer.
Las buenas intenciones no servían de nada si el pueblo era fácilmente comprado con promesas difíciles de cumplir, con palabras que sonaban bien.
Los programas de radio fueron censurados y, cada cierto tiempo, hablaba su arzobispo, por eso el régimen los obligaba a escucharlo, en uno de sus emisiones soltó una perorata digna de una puesta en escena: Lo peor que pudo dar Dios al hombre era el libre albedrío y la libertad. Tomar decisiones sobre su destino era una pesada carga, era un castigo por haber pecado. Con sus palabras quería convencer a los oyentes que lo mejor era ser dócil y servil. Por eso —argüía— nuestro gobernante es de gran valía, él, cómo buen cristiano, pone en primer lugar a la patria y deja de lado sus intereses personales. Eso es ser un nacionalista, lo demás son mentiras. Todo aquel que pone en duda su poder es un blasfemo y no merece disfrutar de la gracia de su gobierno.
En ciertos instantes de la charla concordaban en que el problema era el déficit en la educación, la gente era fácilmente manipulable. Los listillos de turno explotaban su necesidad y les hacían vender su voto.
Su pueblo no podía levantarse, lo tenía amordazado, todo aquel que no seguía el pensamiento general era recluido en la cárcel —sus delatores se jactaban de ser buenos ciudadanos—, una vez presos, su destino era incierto, algunos eran eliminados y enterrados en fosas comunes, los sepultaban sin nombre, lo peor, después de haber despojado a un ser de la vida, era arrebatarle su identidad, ¿acaso no es algo que nos define?
Después de charlar se despidieron. Cada uno tomó una dirección distinta, vivían en zonas diferentes, en un espacio que les abría los brazos, que les cobijaba, que les daba las oportunidades que les fueron arrebatadas.
Y su urbe fantástica se ufanaba de representar lo moderno, en contraposición a las demás regiones; ¿cómo no lo iba a ser?, si era un ladrón sofisticado, uno de guante blanco que les robó todo, hasta la identidad. En tanto, en su imaginario, era el eje que unía la nación, sin él, probablemente, no seríamos el lugar fuerte, digno heredero de un imperio otrora grande y respetado —decía el tirano en uno de sus mensajes televisados—.
Mas que su Ítaca, era su averno.
Sus habitantes despreciaban al resto de ciudadanos, ellos eran los únicos que valían la pena y se empeñaban en colocar epítetos a los demás, si no eras como ellos, merecías ser tratado de otro modo. Su superioridad se denotaba en sus actitudes matonescas, ellos eran el mejor legado de la patria. Nuestra ciudad primero —decían sus pobladores—, si nos enfocamos en nuestra gente seremos aún más grandes, los que no están con nosotros, están contra nosotros —vociferaban—.
Mientras se dirigía a casa recordaba que se habían conocido en un club; por casualidad comenzaron a charlar y coincidieron en muchas apreciaciones. Eran contemporáneos, eso ayudó a que simpatizaran.
Y el monstruo se hacía más grande. Multitud de personas emigraban a esas tierras, a pesar del desprecio con el que los recibían, por eso, en dimensiones se hizo inmenso, la gente que se movilizaba a sus fronteras era como el cauce de un rio que en su curso dejaba a cientos de poblaciones vacías. Al ver a tanto foráneo, los residentes comenzaron a quejarse, olvidando que, al ostentar la riqueza de todos, simplemente iban a por lo que les pertenecía.
Crecieron en espacios parecidos, pero en cada uno se interiorizaron los eventos de distinto modo, sus ojos adaptaron sus vivencias a sus circunstancias, mas en esencia eran similares, las astillas del pasado las tenían como metralla incrustada en la piel, por eso dolía, por eso no podían desligarse de él.
El porvenir estaba en salir y no en quedarse, comenzaron a convertirse en desarraigados…
A la distancia estaban al día de todo lo que acontecía en aquella tierra, gracias al Internet, podían leer de manera asidua los diarios locales, pero eran conscientes que toda esa información era de segunda mano.
Y el dictador se preocupó por darles un buen futuro a sus hijos, curiosamente, en lugar de hacerlos estudiar en los centros educativos fundados durante su gobierno, los mandó a estudiar al extranjero y así pudieron conocer mundo, cosa que sus compatriotas no, porque tenían que trabajar para solventar sus necesidades básicas.
A la distancia, en un club cualquiera, hablando de un espacio tan lejano como los recuerdos que motivaba, era una situación utópica, pero sucedió, porque llevaban sus raíces a cuestas.
Para buena suerte de los que vivían ahí ese régimen cayó, por un tiempo pareció que las cosas mejorarían, hubo nuevas elecciones, hubo ilusión, pero el país se había resentido, uno no puede cerrar los ojos e imaginar que nada había pasado, solo quedaron restos de lo que pudo haber sido. Su crecimiento era un espejismo.
Es curiosa la forma en la que las ideas viajan en el tiempo, en pocos minutos se puede recordar una vida entera —meditó—. Se hizo de nuevo el silencio, sobre la marcha recordó un cuento de Borges que abordaba el tema, pero no le dio demasiada importancia, trató de conciliar nuevamente el sueño, en la oscuridad. Pasado un tiempo se volvió a dormir.
Mitchel Ríos