Creatividad

Entre colegas

En la plaza, cerca del monumento principal, se levanta la estatua de un poeta famoso por sus cancioneros. Sin embargo, para los que hacíamos botellón en aquel lugar, simplemente era un camarada más.
En nuestras reuniones nunca faltaban las canciones del trovador andaluz, las tarareábamos y, aunque no lo hacíamos bien, nos divertía porque estábamos en la ciudad a la que le cantaba, recorriendo las callejuelas que daban nombre a sus composiciones.
A menudo un colega, guitarra en mano, se encargaba de animar la charla, era un virtuoso de esos que al expresarse te trasladan a un ensimismamiento ineludible.
Muchas veces se nos ocurrió llevarlo a la televisión, pero siempre dejó claro que no era lo suyo, lo hacía como divertimento y solo para los amigos, no para ser expuesto como un mono de feria.
No obstante, a pesar de su reticencia, por lo menos una vez cada noche alguien le esbozaba el comentario: ¡Qué bueno eres¡, podrías ir a…
Solía tomárselo de buen modo, pero siempre dejaba clara su posición, sin duda era un artista, aunque a él tal denominación le jodiera.
Un talento así no se puede ocultar, tiene que darse a conocer. Pero ese no era su fin, tal vez querría terminar la carrera y trabajar en la empresa de sus padres, ser un acomodado más, de los que no miran más allá de sus narices.
Siempre tuve claro que la tripa llena limita el ansia de aventurarse.
Durante varias jornadas evadió el tema, hasta que un día no lo hizo más y nos mandó a todos al carajo, se levantó y nos dejó con la palabra en la boca. Se fue en dirección norte, lo seguí con la mirada hasta que dobló por la esquina en dirección a la estación del metro, su figura se perdió.
En esas circunstancias podíamos conformarnos con la música de los bares, pero no era lo mismo, preferíamos algo más cercano, algo que se escuchara mejor.
Esperamos a que se le pasara el enfado, un calentón lo tiene cualquiera, regresaría y todo sería como siempre, pasado un tiempo nos convencimos de que, definitivamente, nuestro músico no volvería.

Cuando compré mi primer móvil pasé por muchas penurias, no pude hacerme con el que quería, sino con el que me pude permitir. Tenía claro que con recibir y hacer llamadas era suficiente, pero necesitaba algo que me sirviera para escuchar música, como ya no teníamos el espectáculo gratuito requeríamos suplirlo inmediatamente, necesitaba levantar el ánimo de la banda de algún modo.
Como la tecnología en aquellos días estaba en ciernes, se me hizo difícil lograrlo, pasé las de Caín para meter los archivos en aquel artefacto.
Me explicaron que era necesario convertir a tal formato, luego comprimir, una vez hecho esto, se tenía que codificar para que el móvil lo reconociera, un sinsentido a todas luces, con lo fácil que hubiera sido simplificar el proceso.
Así pues, tras el esfuerzo, conseguí sustituir la falta de acompañamiento en nuestras reuniones, convencí a todos de que era lo mejor en vista de la disidencia.
Con el paso de las reuniones noté que se comenzaba a animar el ambiente, llegando a hacerse necesario el móvil para darle juego a nuestras conversaciones.
El incidente con el guitarrista se volvió algo del pasado, prefirió ser un verso suelto, dejamos de verlo, su rastro se fue perdiendo y se convirtió en un simple recuerdo.
Nosotros seguimos con nuestras cosas, con nuestras salidas, seguimos metiéndonos los unos con los otros, sabiendo lidiar con lo que dijera el pesado de turno.

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