Creatividad

Brevedad

Quedábamos a escondidas, en el mismo lugar (un banco del andén circular).
Teníamos calculados los tiempos, éramos puntuales, sabíamos que disponíamos de pocos lugares para disfrutar de nuestra compañía. A pesar de los escasos momentos que compartíamos, lo pasábamos bien, le sacábamos todo el beneficio que podíamos y hasta más.
El rito era el mismo, casi todos los días llegaba en la línea 10, ella en la 3, habíamos elegido un punto intermedio, teníamos que recorrer la misma distancia. En ocasiones coincidíamos bajando por la misma escalera, en ese momento yo apuraba el paso y, esperando que no se diera cuenta, me ubicaba en el asiento, algunas veces, cuando el lugar estaba ocupado, nos situábamos en la tercera escalera mecánica, debajo de un cartel que indicaba: No pisar la línea amarilla, junto a la muletilla, mantenga la distancia de seguridad, cada vez que lo leía me causaba gracia, nadie obedecía la indicación, los usuarios iban por libre, sin percatarse que la recomendación era por su bien.
En ese sitio podíamos pasar varios minutos charlando, mayormente divagábamos, hablábamos de lo que surgiera, no teníamos un tema preferido, en ese aspecto éramos eclécticos.
Así dos perfectos desconocidos se encontraban en el mismo lugar, para hacer pasar el tiempo mientras esperaban la línea 6.
Las primeras palabras surgieron de improviso, como una forma de hacernos notar, recuerdo que dije: Menudo día y recibí como respuesta, es lo que hay…
Las palabras fueron de alguien que estaba a mí lado, luego hablamos de más cosas, hasta que subimos al metro, en donde nos despedimos.
La costumbre se convirtió en parte de nuestras vidas, nos buscábamos apenas nos ubicábamos en el andén, teníamos un lenguaje particular, solo nosotros lo entendíamos, sabíamos comunicar mucho en poco, era como si nos conociéramos de toda una vida.
Podíamos elucubrar que todo estaba escrito, podíamos pensar en el determinismo, aunque no estábamos de acuerdo en esto, pues consideraba que no era posible tal posibilidad, ¿qué sentido tendría, no ser libres?, nosotros decidíamos lo que nos pasaba, éramos los causantes de todo, todo era cuestión de causalidades.
Me gustaba escuchar sus argumentaciones, eran sinceras, eran un entramado que daban solidez a su discurso, una urdimbre de ideas que encajaban perfectamente, yo guardaba silencio, escuchaba atentamente, dejaba que se explayara, dando rienda suelta a su creatividad.
Como si nos conociéramos de toda una vida, creo que se lo comenté, pero al notar que no me había escuchado, pasé a otra cosa, me decanté por llevar por otros derroteros mis mensajes, en algún momento daría el paso y decirle, ¿te parecería encontrarnos, en otro lugar que no sea este andén?, pero no me atreví, me parecía que rompería la magia, nos haría despertar del sueño, salir a la realidad, que fuéramos conscientes de nuestra efimeridad.
Hasta que un día dejamos de encontrarnos, no sabía el modo de quedar nuevamente, me jodió no volver a charlar, pero muchas veces, todo termina como empieza, fue algo no esperado, del mismo modo, se fue.
De pronto fue por alguna frase que dije, casi siempre pienso que tengo la culpa de todo. Cuando una vez solté un comentario que le desagradó, quise quitarle seriedad a lo que formulé (no recuerdo lo que dije), pero sé que en ocasiones soy muy bruto para decir las cosas, no las percibo, solo me doy cuenta cuando analizo la reacción de mi interlocutor, no me suele dejar un buen sabor de boca darme cuenta de lo mal que me expreso muchas veces.
Aunque dijo que no pasaba nada, sus gestos decían otra cosa, ¿nos veremos mañana?, pregunté, recibí como respuesta un sí, que no parecía una afirmación, sino una forma de satisfacer mi inquisición.
No se me encendió ninguna alarma, no le di importancia, pensé que sería un momento extraño, solo eso, al día siguiente haríamos como si no hubiera pasado nada.
Pero al analizar sus últimas palabras, comprendí que algo había cambiado, ese tono, el del final, era nuevo, hasta ese momento no lo había usado conmigo, me temí lo peor.
Sin embargo, no quise dejar de lado las pocas probabilidades de que apareciera, como era su forma de hacerlo, sin aviso, yendo a sus tiempos, sin llamar la atención.
Conforme fui tomando consciencia de que no se acercaría, me fui desanimando, parecía que todo iba genial, había química, pero solo yo lo supuse, no fue verdad, quizás fue una invención mía, me hice pajas mentales. No obstante, si no se presentaba, la culpa fue no decirle que me interesaba saber más sobre su personalidad, quería que tuviéramos confianza, que nos contáramos un sinfín de anécdotas, pero no las que se le cuentan a cualquiera, sino a quien es cercano.
A pesar de ese sinsabor seguiría reservando el asiento de siempre, no dejaría que nadie se sentara a mi lado, de ese modo le demostraría lealtad y cuando se presentara, podría decir: ¡hala!, ¿pensabas que no te esperaría?, fijándome en el gesto que pondría, quizás de sorpresa o asombro, cualquiera que fuera su gesto me daría satisfacción. Verle acercarse, sonreír, imaginar que todo fue una broma, así comprobaría que tampoco podía estar sin hablar conmigo, también necesitaba de nuestra pequeña dosis de amistad, de esas palabras que nos brindábamos de manera desinteresada.
Así estuve varias semanas, cuando poco a poco, comenzaron a mermar las fuerzas, pero no me quería dar por vencido, confiaba en mi buena estrella, confiaba en la suerte que una vez estuvo junto a mí.
Pero aquella vez no llegaría, sería en vano esperar, sin embargo, no perdía la esperanza, ¿acaso no dicen que los milagros existen?

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