Creatividad

De un piso a otro

El mal olor llegaba a todas las esquinas del cuarto —una pieza pequeña de 30 metros cuadrados—. Debido a distintos aprietos, las adversidades lo empujaron a acomodarse en un ambiente de esas dimensiones. Lo ocupó un día veinte, no era un paraíso, a comparación de su anterior hogar conformado por una habitación, una sala, una cocina, un baño, un despacho, una mesa, un sofá y una cama grande, este tenía ciertas carencias. El actual, en pocos pasos podía ser recorrido en toda su extensión.
Desde hacía una temporada la preocupación por quedarse en la calle lo estaba consumiendo. Dormía mal, se alimentaba peor, se levantaba de mal humor, no tenía la tranquilidad necesaria para desarrollar sus actividades, no podía dejar de lado su rutina, sonreír… poner buena cara.
Buscaba incesantemente un lugar en donde, por lo menos, dejar sus cosas. Siempre pensó que no tenía nada en el mundo, sin embargo, las cajas llenas de sus pertenencias decían lo contrario, mientras las apilaba llegó a contar unas cuarenta. Su situación era una broma de mal gusto, se quedó sin trabajo unos meses atrás, ahora tenía uno temporal, era un mal momento para buscar otro apartamento.
Cada vez que visitaba un piso todo parecía encarrilado, pero, al no contar con los documentos necesarios, todo se iba por la borda, no se podía hacer nada. Lo más cerca que estuvo de alquilar uno fue al mes de empezar a buscar. Había conversado con un agente inmobiliario, se lo mostró, estuvieron hablando cerca de una hora, llegaron a un trato, al día siguiente tendría que acercarse a las oficinas de la empresa, dejar la señal para la reserva y firmar un documento en donde se comprometía a seguir las pautas que le indicaran. Se aproximó a primera hora de la mañana, luego se fue a trabajar, por la tarde le llamó el encargado de la operación y le dijo:
—La dueña no está segura con firmar el contrato, acércate por mi oficina y te devolveré el dinero, prefiere alquilar el piso a estudiantes avalados por sus padres, no se fía de la carta de buenas intenciones que nos firmaste, quiere algo más, lo siento, pero tienes que entenderlo, el anterior inquilino hizo estropicio y medio en ese sitio, por eso la dueña ya no confía en nadie.
Al escuchar esas palabras el mundo se le vino encima, era frustrante, tener que demostrar que no era ladrón o un ocupa y además cargar sobre sus hombros las culpas de otras personas —tenía cojones la cosa—.
Las siguientes visitas eran similares
—Todo está bien, pero no nos vale con los documentos facilitados…
Quedaban pocas cosas por guardar: unos libros, una pizarra… Tendría que ir a depositar las cajas en un trastero, era su única opción, seguiría buscando un lugar para vivir. Hace unos días vio en un anuncio que los ofrecían a módicos precios, por lo tanto, sería fácil contratar uno. Se acercó durante esos días a uno de ellos, le mostraron sus distintas ofertas, pidió uno barato, a simple vista parecía que no cabrían sus cosas.
—Es como hace un puzzle, es lo que siempre digo.
—Habrá que ser un especialista en eso.
—Si no le gustan los rompecabezas, piense en el tetris.
—Por juegos no será, alguno se adecuará a mis necesidades.
El traslado se hizo más rápido de lo que pensó, todo quedó arreglado, un problema menos —se dijo—.
Los plazos para dejar el piso en el que vivía se aceleraron, habían encontrado comprador —un tipo portugués—. Antes de efectuar la compra llevó a un albañil, al parecer el piso sería destinado para uso turístico —eso explicaría la premura del asunto—. Una vez que se efectuó la venta tuvo dos días para desocupar la vivienda. La sensación al dejar ese espacio fue extraña, aunque no era suyo le había cogido cariño, sin embargo, a los ladrillos y a los fierros nunca hay que estimarlos más de lo que se debe —le dijeron—. Al dejar las llaves en el buzón del correo comprendió que ya no vivía ahí.
El tiempo que demoró desde que salió de aquel lugar hasta llegar a ese nuevo espacio fue de un mes. Tuvo suerte, aunque pequeño, por lo menos tenía un techo en donde dormir, había peores cosas.
No se explicaba de dónde provenía ese hedor, para dar con él se dejaría guiar por su olfato, sacó la cabeza por la ventana y fue descartando las diferentes zonas del edificio: el patio de la vecina del bajo, no; el aparato de aire acondicionado del vecino del segundo, ubicado en posición equidistante a la de su ventana, tampoco. Había otra opción —la más fácil—, cerrar la ventana, con ello evitaría la penetración de la hediondez, al instante la desestimó, obstruir la entrada de aires significaba convertir el espacio en un sauna. Continuó con su rastreo, en ese momento pensó en lo que haría Poirot en su lugar, quizá, para guardar el equilibrio de las cosas se iría a vivir a otro sitio.
Para consumar su determinación debería subir a la azotea. Ascendió por las escaleras hasta llegar a una puerta, como todos los residentes, tenía la llave. Una vez situado, comprobó que en su bloque no se originaba, olfateó en todas las direcciones, notó que por el norte se intensificaba. Se dirigió en esa orientación, saltó una verja, pasó cerca de un tejado —la oscuridad era su compinche—, el olor se acrecentaba, llegó a un cuartucho cerrado, la puerta de ingreso tenía dos candados, no había dudas, en el interior de aquel recinto se encontraba el origen de la pestilencia.

Mitchel Ríos

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