Creatividad

Barra roja

—Un brunch con zumo −respondió, cuando se le acercó el camarero y preguntó que le iba a servir.
El lugar se iba adaptado a la moda: servir desayunos con nombres extraños.
Al parecer el antiguo dueño lo traspasó, supo de ello cuando, de soslayo, se percató de alguien distinto en la barra.
Los que se hicieron con el local confiaban en mantener la clientela y atraer a nueva.
No se molestaron en hacer cambios estructurales, los cambios fueron estéticos, unos adornos llamativos por aquí, unos lazos por allá, era su forma de darle un toque personal.
Tenía la costumbre de pasar antes de ir a la oficina. Antiguamente solo consumía un café y algo de bollería, aunque no estaba muy buena, la solía pedir por costumbre, pero últimamente se le dio por probar cosas nuevas.
Quizás lo más llamativo era la enorme televisión que colocaron en la pared más próxima a la zona de bebidas, estaba encendida todo el día, la tenían puesta, por lo general, en el canal de noticias internacionales.
Pedía la carta y se decantaba por aquello que tuviera el nombre más llamativo, de ese modo empezaba el día de buen humor y no amargado como muchos que ocupaban otras mesas.
Cada vez que los periodistas hablaban de la situación actual se oían murmullos entre los comensales, por lo visto, en mayor o menor medida, les afectaban las informaciones de los conflictos que tenían lugar en el planeta.
—Si nos dejáramos llevar por todo lo que sueltan esos juntaletras, sería un sinvivir —pensaba.
Si conociera lo suficiente a los nuevos dueños ya habría solicitado cambiar de canal, pero no era el caso, tenía que zamparse un programa que no le gustaba.
—El estar pendiente de esas cuestiones hace que empiece torcido el día —sentenciaba.
Por momentos el ruido de las voces aumentaba, luego se apagaba, para, tras una breve pausa, volver a aumentar, esa era la rutina de todos los días, los cuchicheos iban y venían.
Un incidente a miles de kilómetros no podía afectarle tanto como para desperdiciar un buen inicio de jornada.
Las conversaciones eran diversas, los puntos de vista también, había gente que justificaba los comportamientos que se criticaban en el informativo, otros, por el contrario, eran críticos, pero no se hacían oír, lo decían en voz baja, para no ser señalados por aquellos que estaban en contra.
No quería ser como ellos, por eso se puso a otra cosa, para ver sí así podía dejar de lado los murmullos.
Los últimos días le estaba saltando una notificación en el móvil, al pasar de una APP a otra, le salía: falta de espacio en el dispositivo.
Pero si pudieran elevar la voz dirían claramente que todo aquello era una afrenta al mundo entero, si no lo querían ver era porque estaban de parte de quienes financiaban esos ataques.
Este era un problema serio, tendría que borrar archivos innecesarios, según el aviso, pero a él todo le servía. Si tenía ganas de mostrar una foto de hace tres años a los colegas la tenía a mano, si quería escuchar una canción, de su juventud, lo mismo, no tenía en mente deshacerse de nada.
Las personas con dos dedos de frente no podían estar de acuerdo, acaso aquel célebre filósofo alemán no decía que el fin de todo era la vida —suspiraban y añadían— qué se les va a explicar a esos catetos de traje, que se enfundaban en una bandera, según ellos, de los colores correctos.
Si, por el contrario, seguía las recomendaciones tendría que pasar horas seleccionando lo que mantendría o no, un trabajo arduo, sin duda −se dijo−, pero no estaba en sus planes extenuarse con esa actividad, le daba pereza.
Estaban ciegos, centrados en seguir acaparando dinero, pero obviaban algo esencial, si el mundo se jodía, ellos también se verían inmersos.
Conocía opciones para paliar inconvenientes de ese tipo, pero no le inspiraban confianza, eso de poner sus archivos en un ente inexistente no iba con su forma de pensar. Además, había la posibilidad de que accedieran a sus datos, le daba pavor que algo así sucediera, tener a desconocidos metiendo sus narices en sus pertenencias, era una situación peliaguda.
Se sentían intocables, orgullosos de ser dueños de lo que les pasaba, amos de todo aquello que condicionaba su existencia. Por su forma de vestir parecían cuervos, aves carroñeras a la espera de incautos que estuvieran dispuestos a ser embaucados por sus chanchullos. Seres a los que se podía calar sin conocerlos.
Nadie, mejor que él podía cuidarlas.
A pesar de escuchar las noticias ellos se mantenían inalterables, en paz, como si fueran inmunes al sufrimiento del otro, como si les dieran igual las imágenes que ponían en el telediario (imágenes dantescas, por cierto), no concebían tal frialdad, no tenían sangre en las venas. Vivir con gente que tenía esas ideas era como vivir con unas amebas, no daban señales de inteligencia.
No era una opción la nube, con el tiempo se acostumbraría al aviso, dejaría de prestarle atención y, si era posible, aprendería a deshabilitarlo.
Luego se resignaban, en todas partes habría tontos, no era exclusivo de su comunidad, a donde fueran encontrarían tiparracos con esa forma de pensar, incluso argumentando con frases pueriles la razón de apoyar su posición.
Bastaría con darle unas cuantas vueltas a los ajustes.
Tras seguir con sus elucubraciones, muchos terminaban de desayunar, el espacio comenzaba a silenciarse, solo quedaban unos cuantos.
Las noticias, mientras tanto, seguían, los aspavientos iban en aumento y no daba señales de mejorar, si no se ponían de acuerdo esto terminaría en una desgracia, sin embargo, a pesar de la disputa los especialistas creían que al final todo terminaría como siempre, en una mesa de negociaciones.
Pero y ¿sí el tema se volvía más complejo, llegando al punto de tener que seguir, irremediablemente, las recomendaciones sí o sí?, sería un despropósito, una inquietud más, un problema que condicionaba su existencia.

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