Creatividad
Todo lo que pueda…
De repente se levantó y fue a por un plato más.
Estábamos de paseo por la ciudad. Era la primera vez que salíamos a un lugar así y nos dejábamos llevar; coger el coche —seguir un camino sin conocerlo era la mejor demostración—. No era usual que emprendiéramos aventuras de estilo, nos gustaba lo simple.
Íbamos a sitios sencillos, bebíamos una cerveza y la acompañábamos con un montadito, una tapa o una tosta, charlábamos un rato, nada fuera de lo común, no obstante, como todas las actividades que se hacen de forma habitual, se fueron haciendo monótonas.
Ninguno lo quiso decir. Con la rutina nos dimos cuenta que nuestra relación no iba bien. Todos los que vivimos en pareja sabemos que el trato va cambiando con el tiempo, no es lo mismo convivir que, simplemente, ser un rollo pasajero. Al compartir un mismo espacio dos personas pueden llegar a conocerse mejor y, también, salen a relucir los defectos, esos que solemos ocultar. Tratamos de mostrar nuestra mejor cara al inicio, mas, cuando se comparte la vida en común, salen a relucir.
Quería viajar. A mí no me gustaba demasiado, prefería quedarme en casa, mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Sin embargo, me di cuenta que era necesario que pusiera de mi parte, no siempre se tienen que hacer las cosas como yo quiero, sería un comportamiento egoísta.
En uno de mis ensimismamientos, comprendí que era parte del problema, por lo tanto, tenía que buscar modos para salir del hoyo en el que por descuido nos comenzamos a meter, lamentablemente, adentrarse en esos reductos es sencillo, solo basta con dejar de prestar atención a las señales que se nos ponen delante. Si no era parte de la solución era parte del problema —me repetí—, fue una epifanía, hasta ese momento no lo había visto de ese modo, pero, no soy tan tonto, me di cuenta de ello, no quería ser el causante de que todo se echara a perder, tendría que poner de mi parte. Por eso acordamos viajar.
Sin demasiados prolegómenos, desde la fecha en la que conversamos hasta la ejecución de los planes pasaron siete días, en ese lapso nos dio tiempo para organizar todo. Aunque parezca sencillo, organizar una aventura de este tipo requiere una buena toma de decisiones. No se puede dejar nada al azar, es imprescindible dejar todo bien atado, de ese modo, todo saldrá de la mejor forma posible.
El coche lo estacionamos cerca del apartamento, detrás de uno que llevaba un letrero con la leyenda: Dentro de este coche no tenemos nada de valor, gracias. Hasta ahora habíamos tenido suerte, nunca tuvimos problemas con los amigos de lo ajeno, por lo menos respetaban nuestras pertenencias. ´El barrio no era peligroso, sin embargo, no viene mal tener cuidado. Me hubiera gustado tomar una foto al letrero, pero, cuando, al día siguiente, me dispuse a hacerlo había desaparecido, tal vez el dueño lo quitó o en un arrebato de enfado, los cacos se lo llevaron como un trofeo, eso nunca lo podría saber.
—Ahora vas a ver como se prepara una maleta en cinco minutos.
—Tenemos más de cinco minutos, no te apresures.
—¿Qué ropa piensas llevar?
—Poca, coge la de siempre, no es necesario que llevemos demasiado para un par de días.
—Si me da la gana, serán más de un par de días.
—Lo qué tu digas, prepara lo que tengas que preparar, yo no me meteré.
—No sé para qué te pregunto, al final siempre decido yo.
No nos saturamos de pertenencias para el viaje, llevamos un par de maletas, nos pareció más que suficiente. Quizá lo complicado fue bajarlas por las escaleras, pero me las puse al hombro y asunto arreglado. Tuve que caminar unos cuantos metros para poder llegar al lugar en donde dejamos el coche, abrí la puerta del maletero y las acomodé. Todo estaba preparado para partir.
Nos íbamos para el norte, para salir de la ciudad nos dejamos llevar por el GPS, sin él, posiblemente, hasta ahora estaríamos tratando de salir. Es el problema de vivir en una gran urbe, si fuera una pequeña sería diferente. En las afueras notamos que no había mucho tráfico, para ir más cómodos tomamos la autopista. El viaje era placentero hasta que llegamos a una bifurcación, antes de elegir una de las divisiones, nos decidimos por echarlo a la suerte. Tiramos una moneda al aire.
No lo pensamos demasiado y nos dejamos llevar. Nuestro empuje era no tener un lugar a donde llegar, lo hacíamos por pasar el rato.
Durante el trayecto no perdía de vista el campo, parecía sembrado de finas hierbas, brillaba ante el sol, daba ganas de tomar fotos de todo, sin embargo, no nos detuvimos en ningún, no podíamos hacerlo, teníamos que respetar las normas de tránsito.
De pronto, sin darnos cuenta, nuestros móviles nos indicaron que estábamos cambiando de país, eso no nos preocupó, estábamos dentro de una aventura. Llegamos a un pequeño pueblo, no lo conocía, pero estaba rodeado por varios bosques, además tenía restos romanos, un hermoso puente era los más llamativo, así como una enorme fortaleza. Cuando buscamos en el navegador cual era el atractivo de ese lugar, nos indicó que había un restaurante en donde se podía comer hasta hartarse y, al terminar, se pagaba lo que uno quisiera. Esa reseña era llamativa y nos embarcamos en su búsqueda.
Se nos complicó llegar y no fue fácil encontrar un lugar para aparcar — nuestro ánimo no decayó—. Íbamos atentos para encontrar uno, de repente nos topamos con un lugar adecuado. Tomamos la tercera entrada en la rotonda y dejamos el coche cerca de una calle que decía: calle pedonal.
Bajamos y nos dejamos llevar por las indicaciones de nuestro Smartphone. No bien ingresamos en el sitio, nos fijamos en las mesas, había varias dispuestas, y un tipo comiendo, al parecer había saciado su hambre, pero seguían trayéndole platillos, en el rostro del camarero se veía cierta felicidad al oír los ruegos del condenado a seguir ingiriendo comida.
Se dirigía a la cocina el encargado; volvía con bandejas cada vez más llenas, de soslayo denotaba cierto sadismo, trataba de ocultarlo tras una sonrisa que quería expresar un buen ánimo, solo así se explicaría su actitud. Ante las súplicas, su frase: ¿ya terminó?, ahora viene el resto; era una sentencia, una que retumbaba en todo el local a la que se veía sometido el comensal de turno.
Todo lo que pueda comer y más, podía ser una muletilla llamativa, pero, una vez inmerso en la experiencia, era una penuria. Cualquiera podría decir es mejor eso que no comer, pero con seguridad, cualquiera la pasaría mal en una situación de ese tipo.
Nos sentamos en una mesa cerca de la salida, porque era donde se estaba mejor; había un airecillo que refrescaba. No era temporada estival, sin embargo, al ser una zona costera, era fácil transpirar. Se nos acercó uno de los camareros, nos dijo que esperáramos unos minutos, pedimos agua para beber.
Mientras tanto el tipo, lo seguía pasando mal. Una y otra vez decía: ¡enough, enough!, pero el camarero no quería entender: ¡no more, no more!, parecía una letanía, una soltada en vano; era como si las palabras no significaran nada. En su rostro se dibujaba el mal momento que estaba pasando, era como si estuviera en el infierno de los glotones, una imagen dantesca y cómica a la vez; este era un aviso de lo que nos esperaba.
Mitchel Ríos