Creatividad

Texto oscuro

Llegué a ese año con el optimismo a tope, desbordado, estaba convencido de que los peores tiempos habían pasado, tenía la seguridad de que nada podría evitar mi perfecto recorrido por esas aulas.
Las ínfulas intelectuales insuflaban el ego de quienes estábamos en ese grado, nos considerábamos los más listos del claustro, nadie decía lo contrario.
Además, algo que nos daba confianza era nuestro escaso número, éramos pocos, nos podían contar con los dedos de una sola mano, éramos unos supervivientes.
Me sentía parte de un grupo con futuro.
Pese a nuestro entusiasmo, tal cosa no pasaba de ser un espejismo, la idea de ser especiales solo pasaba en nuestra imaginación, de tal modo que vivíamos en una realidad alterada, no creo que el resto de los compañeros nos viera con esos ojos.
Para los profesores pasaríamos por aquel lugar como otros tantos lo habían hecho, sin dejar una huella que nos recordara, sin cambiar nada del ecosistema que ahí pululaba, todo seguiría funcionado sin nosotros.

Durante el segundo semestre de aquel año teníamos que escoger las últimas materias en las que nos matricularíamos, teníamos diversas posibilidades, había varias con nombres rimbombantes, como si los apelativos más extravagantes los hubieran reservado para aquel sílabo.
No me compliqué con mi elección, las cogí conforme iban apareciendo, además tenía los créditos suficientes, incluso, poseído por un Hado, tuve la tentación de coger una asignatura opcional (como si tuviera el tiempo necesario para dedicárselo), pero desistí.
Todavía tengo la imagen, yo ahí anotando los códigos y colocando los datos necesarios para entregarla en la secretaría.
Tal acción solo duró unos minutos, pero los suficientes como para rememorar todo lo que había pasado hasta ese momento, como me fui haciendo parte de un grupo que, con toda probabilidad, subsistiría a nuestra graduación.

Aquella cátedra, al inicio, resultaba interesante por los aspectos que abordaba, pero, conforme nos adentramos en sus profundidades, se fue haciendo intrincada, llegando al punto de no entender lo que leía en el libro propuesto como guía en la bibliografía.
Me sentía limitado a la hora de enfrentarme a sus postulados, no podía desentrañar las ideas dispersas que se hallaban en sus digresiones.
Durante los días que discutía con mi lectura, llegué a la conclusión de que el problema era la traducción, ya que se tomaba como base una edición extranjera, en ese momento lamenté no tener ni la más remota idea de alemán.
Me resultaba confuso en su terminología, el lenguaje que utilizaba era desfasado, casi decimonónico, solo le faltaba poner algunas palabras gallegoportuguesas para reafirmar su carácter vetusto. Probablemente el traductor quería hacer alarde de sus conocimientos lingüísticos y que el lector echara mano, constantemente, de un diccionario.

Ese quebradero de cabeza hizo que lo sencillo se enturbiara, llegando a pensar que las cosas irían a peor, la posibilidad de que todo se fuera de madre estaba ahí, me daba pavor no poder con ese dilema. Con eso en mente intenté hacerle frente, si no entendía lo que leía, quizás el problema era mi comprensión lectora, tendría que evaluar mis conocimientos, prepararme y volver a por aquel texto. Sobre el papel la idea era cojonuda, había detectado el meollo de la cuestión y continuar resultaría simple, conforme aplicara aquella bitácora, pero no disponía de demasiado tiempo, por esa razón tendría que aplicar un estudio acelerado.
Inmerso en aquella tesitura fui a la biblioteca a coger una serie de textos que esperaba fueran de ayuda. Revisando textos llegué a una introducción escrita por el propio autor muchos años después de su publicación, en ella sostenía que aquel volumen demostraba sus ímpetus de juventud, ya que su escritura era oscura, algo que imposibilitaba su correcta comprensión.
Leer esto fue una epifanía, volvió la confianza en mí, el problema no era yo, sino el estilo que el autor aplicó a lo que había escrito. Tomando en cuenta que yo tenía una traducción, el libro probablemente era más difícil, por eso de que se pierden algunos sentidos al volcar una lengua en otra.
Además, añadía el pensador: Las propuestas eran buenas, pero poco argumentadas, no se ceñían a los dogmas institucionales, pudiendo causar confusión en las mentes profanas que se acercaran a revisar esa obra.
Esta aclaración me sirvió de mucho, comprendí que el problema recaía en el encargado de seleccionar los textos, pues la guía no era tal, sino un entuerto que a más de uno nos confundiría.
Tal vez nos quería hacer una jugarreta, demostrarnos que no éramos tan listos como creíamos. Hacer que fuéramos realistas con nuestras capacidades.
A pesar de aquel descubrimiento, en ese momento no pensé en preguntarle al catedrático si entendía lo que planteaba el autor, si le resultaba tan pesada. Tras su respuesta añadiría una pequeña indicación, lo que sostenía el propio autor, años después, sobre su obra, o meramente la escogió por la fama que tenía en el ambiente docto, para darle aires de importancia a su asignatura, por postureo, en ese momento hubiera sido bueno hacerlo, pero el temor a quedar en ridículo hizo que dejara pasar la oportunidad.

La evaluación, según la programación oficial, tendría lugar a finales de mes, por lo tanto, el tiempo para estudiar se iba acortando, por suerte, con la aclaración interiorizada, la solución recaía en continuar leyendo, en seguir sumergiéndome en los escritos que apuntalaban mi camino hacia la comprensión de lo que leía, si todo seguía así me pillaría preparado. Pero aquel examen fue pospuesto.
Con la incertidumbre en el ambiente, al no tener claro cuando se llevaría a cabo, me centré en otras actividades, llegamos a creer que esta no tendría lugar, se retrasaría una semana más.
Hasta que un día mientras me encontraba al otro lado de la ciudad, recibí una llamada, una voz excitada me espetó que tenía que ir de prisa a la facultad.
Quedé sorprendido, sin aviso previo el profesor programó la evaluación, era una tomadura de pelo estar a merced de su estado de humor.
Me apresuré, curiosamente, como en una película mala, coincidió con la hora punta, pillé embotellamientos, me jodía que llegar no dependiera de mí, sino de la voluntad de las parcas.
Ingresé raudo en el campus, pero encontré la puerta de la facultad cerrada, en ese momento pasaron por mi cabeza cientos de cosas.
Si hubiera podido entrar habría demostrado todas las horas invertidas leyendo textos sobre la materia, la manera en la que había interiorizado los temas que abordaban, pero no pude.
Aquel semestre apechugué, en lugar de reclamar pasé página, comprendí que no tenía sentido hacer ruido, callé y terminé estropeando una carrera casi perfecta. Sin saberlo, al matricularme en aquella materia, estaba cometiendo un grave error.

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