Creatividad
En un metro cuadrado
Al revisar las cosas que tenía guardadas hacía un inventario detallado, en una hoja apuntaba lo que conservaba, le traían recuerdos invalorables. Muchas las compró cuando vivía en un pisito cerca de la estación del tren, recordaba aquella temporada como la mejor.
Llegó a considerarse un puntal esencial.
Se pasaba varias horas revisando sus pertenencias y en ocasiones se encontraba con objetos que no recordaba poseer, pero una vez ubicados lo retrotraían al instante en el que los adquirió. Algunos podrían ser exhibidos en alguna galería —afirmaba.
Sin él la sociedad se vendría abajo, nadie le hacía sombra.
Una vez inspeccionados los envolvía, tenían que estar bien almacenados, ya que podrían estropearse y eso sería una catástrofe.
Cumplía su función y más, no se sentía obligado a actuar así, pero sentía que era su deber.
Cuando se encontraba con alguna caja que tenía mal las anotaciones, lo remediaba al momento, con un bolígrafo escribía la información correcta.
En días complicados echaba una mano a sus compañeros, lo importante era sacar adelante la tarea, formaban parte de un equipo.
Así tenía todo organizado, localizado, para que, cuando surgiera la oportunidad, pudiera llevar todo y colocarlo en un sitio más cómodo.
Era el espejo en dónde se veían reflejados los novatos.
Abría cada caja, la revisaba y la volvía a cerrar.
Ser un ejemplo era su deber.
A veces, al verse rodeado por sus enseres, recordaba cómo se hizo con tantos objetos, eran otros tiempos −se decía−, tiempos en los que la suerte sonreía.
Cuando le recriminaban su actitud, argüía que era su forma de ser.
Ahora sólo se preocupaba en sobrevivir.
Le recordaban que su dedicación no le serviría de nada.
Lo apalabrado no generaba prestaciones.
Era leal y la lealtad era un valor añadido —se imaginaba.
Daba lo mismo mientras no tuviera un papel firmado.
Ese plus impregnaba todo lo que hacía.
Por eso sólo se centraba en seguir ordenando y revisando sus posesiones.
Un mundo preparado, lo tendría en cuenta.
Mientras ordenaba, a veces se topaba con más piezas valiosas, se las imaginaba colocadas en una sala, en un estudio o en un dormitorio. Darían buen aspecto a la decoración, sorprenderían a todo aquel que fuera a visitarlo.
Su entorno sentía envidia, era una buena señal, avanzaba.
El día que consiguiera un piso −se decía− sacaría sus pertenencias de las cajas y las ordenaría sesudamente.
Nadie detendría sus proyectos.
Ser un nómada era un impedimento para que eso se pudiera cumplir.
Su visión a largo plazo era su fuerte, lo que le daba el impulso para sentirse fortalecido en su posición.
Los colocaría en unos estantes blancos adornados con flores de atrezo, en un salón con luces modernas, si eran led, mejor. No le lloraría a la inversión.
Tenía claro su camino a seguir.
Le daba igual si el apartamento no estaba amueblado, ya se las arreglaría, lo importante era conseguirlo.
No era el dueño, pero como si lo fuera.
Compraría mobiliario nuevo, durante sus paseos, en uno de los centros comerciales del ensanche, vio unos muy chulos, los tendría que armar, pero no era un problema, era un manitas.
Lo encargados un día lo llamaron a su oficina.
Tras terminar de ordenar, cerró el trastero, para mayor seguridad le colocó un candado comprado en los chinos.
Antes de acercase, se adecentó, llamó a la puerta, ingresó, entabló una charla…
Salió confiado en volver al día siguiente, efectuaría el inventario de todos los días.