Creatividad
Debate
El tema de las exposiciones era simple, teníamos que elegir entre diversos personajes enmarcados dentro de unas determinadas décadas. Se nos permitió elegir al autor, yo me incliné por uno que consideraba una gran luminaria, incluso se había dado el lujo de fundar su propia corriente filosófica a la cual muchos eruditos volvían, de vez en cuando, para renovar sus ideas.
Teniendo claro lo que debía preparar, me encerré en la biblioteca, cogí una serie de libros y comencé a coger apuntes, tenía que delinear unas palabras sobre su biografía y, más adelante, centrarme en su obra, tenía que elegir una y desentrañar sus entresijos, para hacer una disertación sobre ella.
El problema que se me planteó en ese momento fue qué libro elegir, tenía diferentes escritos que muy bien podían servir.
Me emocionaba, asimismo, hablar un poco de mi experiencia cuando paseaba por el cementerio en el que estaba enterrado junto al gran amor de su vida, o eso era lo que decían. Algo llamativo en su tumba era la gran cantidad de hojas escritas, tal vez tendrían mensajes que hablarían sobre su historia de amor. Sin embargo, no me centraría en este punto, pues era algo anecdótico, parte de la comidilla del mundo intelectual que no tenía más recorrido.
Por este motivo dejaría de lado los detalles y hablaría, por encima, de mi experiencia en aquel espacio.
Para hacer más sustancial mi propuesta buscaría ideas que respaldaran mi planteamiento.
Durante el proceso de tomar apuntes, se me quedó grabada la frase: «La mujer madura desnuda, está doblemente desnuda», estaba en uno de sus relatos y me pareció una afirmación rotunda, por lo demás, el resto del libro tenía frases memorables, pero ninguna al nivel de la que me gustó.
Continué y ordené las ideas en distintas fichas, todas numeradas para no confundir su orden.
El día marcado en el calendario llegó, los nervios, como siempre eran sinónimo de que estaba a punto de plasmarse lo que llevaba preparando durante un tiempo. Llegué pronto a la facultad, cogí un rotulador y escribí en la pizarra el título de mi tema, luego me senté y comencé a repasar mis apuntes. Pero mi espera fue en vano, la exposición no se realizó aquel día, por motivos de salud el catedrático no pudo asistir, en ese momento sentí tranquilidad, así tendría más horas para estudiar, esperaba saber todo al pie de la letra.
La presentación se retrasó casi tres semanas. Durante los días previos sentí que me había preparado en vano, llegué a sentir, por un momento, que no llegaría a efectuar mi alocución.
Esta sensación era de las peores, haber dedicado tiempo a algo que no llegaría a realizarse.
Sí lo hubiera sabido me habría enfocado en otra cosa, no obstante, no todo estaba mal, me había hecho con conocimientos que hasta ese momento no tenía.
Cuando parecía que el día de la exposición nunca llegaría, alguien me avisó que, sí o sí, sería la siguiente semana, pero al haberse retrasado varios días, estas se harían de dos en dos. Los autores que habíamos elegido se emparejarían según su coincidencia en el movimiento que representaban y, de este modo, se entablaría un debate, para cotejar su ideario y, por consiguiente, plantearnos diferentes interrogantes que deberían ser respondidas en el pseudo conversatorio.
En mi caso tendría que hacerlo con un colega que había elegido a un autor que tuvo una disputa con el mío por sus ideas políticas en torno a un mismo tema, sobre la independencia de un país. Ambos se mantuvieron en su posición y la defendieron a rajatabla, dos modos de ver la libertad, dos modos de ver el colonialismo. Siempre se creyó que esto los había enemistado, más este lío venía de antes, uno consideraba inferior al otro a nivel intelectual.
En ese momento me pareció que hablar sobre política en un tema netamente literario, no valía la pena, la sustancia estaba en los escritos y no tanto en su filiación ideológica, por lo tanto, mi exposición estaría enfocada en sus ficciones, en los puntos esenciales que dieran una visión global de los temas que abordaban.
El día marcado llegó y mientras estaba sentado en una de las banquetas se acercó a hablarme el compañero que haría la exposición ese mismo día, me preguntó si había leído algo sobre el problema que surgió entre ambos autores, afirmé que no me parecía importante hablar sobre ello, era algo irrelevante, a mí no me interesaba la política, por eso mismo no hablaría sobre ello.
En esto estuvimos de acuerdo, no valía la pena tocar este punto, además él tampoco había preparado nada sobre ese asunto. En cierto modo me tranquilicé, me parecía que todo saldría como había pensado.
Cuando todo iba según lo planeado, salió el tema político, el profesor me hizo un par de preguntas.
Ante ello, afirmé que había sido un malentendido.
Con eso esperaba salir del paso, confiado en que mi compañero no diría nada y ahí moriría el tema. Para mi sorpresa, comenzó a hablar en lugar de quedarse callado, se notaba que lo manejaba, lo había preparado.
Quedé ingratamente sorprendido. ¿Cuál habría sido el motivo de que me mintiera?
Tras sacar a relucir sus dotes verbales, detuvo su discurso y, mirándome a los ojos (con un aire de superioridad), me preguntó, ¿quieres añadir algo? Esta afirmación fue sustentada por la actitud del profesor quien añadió que sería bueno, pues mi respuesta le resultó demasiado vaga, lo que había pasado por encima al inicio, ahora era esencial.
Callé, no merecía la pena seguir la discusión, cualquier respuesta daría pie a resaltar mi ignorancia y, asimismo, generaría más preguntas, me colocaría en la peor de las posiciones. En esta tesitura, mi compañero tendría la oportunidad de examinarme y no de cualquier modo, lo haría con el tema aprendido, por eso esperaba a que dijera cualquier cosa para tener la posibilidad de sacar a relucir su sapiencia.