Creatividad
Servicio de limpieza
Volvió a tararear la melodía de todos los días, una vez más. Con esta acción el tiempo se aceleraba. Al inicio lo hacía en silencio y las horas se le hacían eternas, el mutismo alargaba en su cabeza la duración de su turno.
La gente que lo observaba trabajando solo veía a un trabajador de la limpieza, pues casi nunca interactuaba con los vecinos, le parecía innecesario hacerlo, era mejor así, guardar perfil bajo, pasar desapercibido.
Sabía, por experiencia, que el trato continuado creaba nexos, aprecio, estima, él quería evitarlo, ya que no sabía cuándo tendría que cambiar de ciudad nuevamente, de repente, llegaría un día en el que no le renovarían el contrato y se quedaría en la calle, en tales circunstancias lo mejor era cambiar de ambiente, así era más sencillo empezar de cero. Sin relaciones, ni nada que lo retuviera en aquel lugar, era más factible, se negaba a caer en la estupidez de encariñarse con las piedras y con las personas, estoy aquí circunstancialmente —se decía.
Estaba debidamente integrado, así se lo dijeron en una de sus tantas visitas a la oficina de extranjería, en dónde, como era usual, lo sometían a nuevas verificaciones. Los empleados de aquel centro miraban a todos los foráneos como apestados, haciéndoles sentir que les hacían un favor llevando a trámite su documentación, cuando (se lo había dicho uno de sus colegas) era un derecho recogido en diversas convenciones —no recordaba el nombre exacto, por eso lo dejaba en esa definición vaga.
Colas inmensas y tiempo perdido para que muchas veces no dieran solución a las solicitudes.
Para obtener la tarjeta verde tuvo que ir, como mínimo, unas diez veces a ese sitio, la última vez —lo recordaba—, hizo el trayecto de forma mecánica, había interiorizado el recorrido, de tal modo que podía hacerlo con los ojos cerrados.
Muchos pasaban por ese mismo trance, unos regularizaban su situación, otros, por el contrario, no obtenían los papeles y, como era de suponer, se veían obligados a quedarse de manera irregular, rogando no ser deportados, a pesar de tener familia, hijos o algún negocio. Lamentablemente para las altas esferas del sistema eran simples números que no encajaban en sus estadísticas. Era un sinvivir, en cualquier momento podían llamar a su puerta, mostrarles una notificación (firmada por un juez) y ser arrastrados de vuelta al lugar que abandonaron con la esperanza de un mejor futuro.
En aquella oficina era usual encontrarse con esta gente, más de una vez conversó con uno de ellos y notó en su rostro la desesperación. Era consciente de que su situación, por ahora, no se comparaba, estaba ahí como refugiado, pidiendo asilo, no había saltado ninguna valla, tampoco había recorrido ningún desierto y, menos aún, no había llegado nadando.
Pidiendo asilo —pensó—. Aún recordaba la vida, cada vez más lejana, en su país, la tenía asegurada y no era para menos, era su propio jefe y vivía de forma tranquila, hasta que su nación fue invadida, por militares de potencias vecinas con el pretexto de llevarles bonanza, no todos quisieron aceptar su buena voluntad y se desató la guerra. Como él, muchos se vieron empujados a emigrar; la ciudad en la que había vivido durante toda su existencia quedó en ruinas tras ese conflicto. Era triste corroborar que sus raíces habían sido cortadas de cuajo. La última imagen que tenía grabada era la de un lugar sin ilusión, triste y gris, le hubiera gustado tener otra instantánea de aquel momento postrero, pero no era posible, la realidad era dura.
Su llegada fue fácil, entró como un turista más. A todos los de su país les dejaban permanecer por un tiempo determinado sin solicitarles visado, ni nada por el estilo. Con el dinero que pudo llevar consigo se hospedó en un buen sitio. Ya instalado, pensó en lo que haría, se puso en manos de especialistas para que valoraran su situación, fueron ellos quienes le recomendaron que era mejor que solicitara el asilo, era improbable que se lo denegaran —afirmaron—, pero eso sí, cada cierto tiempo lo revisarían, por cuestiones burocráticas —añadieron.
Fueron meses de apuros, entre pagar a los abogados y el hospedaje cada vez le quedaba menos dinero en su bolsa de viaje, por eso le urgía encontrar trabajo; en su situación, era imposible, para todos solicitaban contar con los permisos respectivos.
Con la tarjeta verde en la mano hacerlo fue relativamente fácil. Se centró en las ofertas que no requerían experiencia.
Los primeros días sentía que todo estaba mal, no se acostumbraba, pero se dijo que tenía que hacerlo, sí o sí, no había otra opción. Si quería sobrevivir de manera decente tendría que tener un buen desempeño.
Trabajar en silencio hacía que la jornada durara el doble, por eso, cuando descubrió que el tiempo pasaba más rápido si cantaba, sintió un gran alivio. Es así que, mientras hacía las labores de limpieza, siempre estaba con una melodía en los labios, aquellos que lo escuchaban solo podían imaginarse lo que decía la letra, porque siempre las entonaba en su idioma natal, el cual no era muy conocido en aquel lugar, de este modo podía abstraerse e imaginarse regresando a su Ítaca.
Al terminar de trabajar, el entorno se silenciaba, su labor concluía, guardaba sus implementos en el mismo sitio de siempre, en el cuartito acondicionado por la junta de vecinos. Se cambiaba, dejaba el uniforme, lo acomodaba y doblaba para ponérselo en la siguiente jornada, no sin antes revisarlo, aún no necesitaba lavarlo, podía aguantar unos días más, si hubiera sido necesario bastaba con dejarlo fuera, los encargados lo devolverían impoluto. Cerró la puerta y se retiró, miró de nuevo el suelo y las paredes, se sentía orgulloso con su labor, el lugar tenía un nuevo rostro, uno al que sabía darle alegría.