Creatividad

Raudamente

Era la segunda vez que resbalaba, la hierba estaba húmeda. Por el clima parecía a una ciudad británica. Las personas preferían quedarse en casa.
En ese lugar no había un centro adecuado para hacer deporte, tampoco para pasar la tarde. Por eso los vecinos se organizaron, ocuparon un terreno descampado. Pasaron varias jornadas retocándolo, igualando la tierra, sembraron césped y lo adornaron, deseaban ofrecer un buen espacio para distraerse.
Los pequeñajos no dejaban de divertirse, les sobraba imaginación; correteaban de un lado a otro. A pesar de que a algunos vecinos no les agradaba la idea de ver niños jugando. Solían proferir gritos desde sus balcones y sostenían que echaban a perder el panorama —en maldita hora se les ocurrió dar vida a ese espacio muerto—, otros, por el contrario, deseaban que nadie perturbara su tranquilidad, preferían ver el espacio vacío y limpio de elementos que no se adaptaban a sus estándares.
Estaba echado en la cama. Por la ventana apreciaba lo triste del paisaje —el cielo gris; las paredes húmedas—, paulatinamente dejó de tener una vista clara. Las gotas rebotaban en el vidrio y encapotaban la imagen en el interior del cuarto.
Le gustaba salir a caminar durante los chubascos. La sensación de mojarse el pelo y sentir en la cara las gotas de agua, era difícil de explicar.
Al enésimo resbalón quedó con la ropa empapada. Se habían formado charcos, literalmente, parecían mini piscinas, en otra temporada vendrían bien, pero en ese momento eran trampas en busca de víctimas.
La diversión era mejor en un lugar regado, se podían hacer mil piruetas sin el temor de lastimarse.
Al regresar a casa surgían los problemas. Debían quitarse la ropa mojada, tomar una ducha y meterse en cama después del sermón habitual. Él regresaba a por una muda y volvía a salir, aprovechaba que había reuniones en su casa y no le prestaban atención, iba por libre. Le veían entrar porque se dirigía a saludar a todos, luego dejaba las prendas caladas y se vestía con unas secas; para volver a salir tomaba una ruta que bordeaba la sala de reuniones y daba directamente al rellano. Una vez en el portal se consumaba la escapada.
Si fuera en otro momento se vestiría para salir —como se decía—, por el gusto de evadirse. Se pondría en pie, cogería la ropa impermeable y se calzaría unos botines —se sentía cómodo yendo así—. Cogería la dirección perpendicular al bloque en el que vivía, quizás pasaría por el mercado abandonado, en donde residían unos okupas. Mas, en esa oportunidad no le apetecía —era raro en él—, pues el olor a asfalto mojado le gustaba, también le agradaba la sensación de ver el agua correr, mientras subía la cuesta, en dirección a las alcantarillas.
Se encontró con un colega no bien llegó a la avenida más cercana. Se saludaron y, tras una pequeña charla, se pusieron de acuerdo para ir al centro comercial, ansiaban jugar en las máquinas recreativas. Estaban de moda los videojuegos, había cientos de títulos, sus temáticas eran de lo más diversas y sus historias eran seductoras. El único inconveniente era pagar por usarlos, en pocas palabras, era necesario tener pasta.
Cuando el aguacero caía sin previo aviso, la gente se veía obligada a buscar un sitio en donde resguardarse. Los más beneficiados eran los encargados de las tascas, de improviso completaban el aforo, otra buena opción eran los supermercados, los transeúntes se colocaban en la puerta y se confundían con los clientes que llevaban bolsas en las manos. En ciertas estaciones de metro surgían problemas, se podía ver goteras y agua cayendo, el temor de los viajeros era que se paralizara el servicio, si se diera esa coyuntura, se generaría un terrible caos debido al comportamiento impredecible de la masa.
Observó la moneda, la analizó detenidamente, le parecía familiar. Podía tener mala memoria para otras cosas, pero en cuestión de monedas no tenía pierde, además era su trabajo, saber diferenciarlas. Con el tiempo la numismática sería su pasión. Le habían pagado, no hacía mucho, con ella, ¿acaso la habrían sacado del cajón portamonedas?
La imagen se desdibujaba más.
No le cabía en la cabeza que alguien con dos dedos de frente cogiera una moneda y la usara para pagar en el mismo lugar.
Todo se ponía más oscuro.
¿En qué momento la cogieron?, no pudo haber sido ese día —se dijo—. Además, conocía al que le pagó, desconfiaba de sus cuestionamientos, pero, por salir de dudas iría a preguntar, no perdía nada haciéndolo.
Los rayos llegarán, no te impacientes —se dijo—.
El más espabilado de los dos ganaba todas las partidas, se estaban divirtiendo, parecían dos posesos delante del monitor, estaban situados en el mejor lugar de aquel local, al fondo cerca de la salida de emergencia.
Su temor era acusar a un tipo inocente, por eso actuaría con cautela; para ese fin tendría que utilizar un tono serio y preciso, no quería dar pie a que le colaran una mentira y se salieran con la suya. Las ideas en su cabeza bullían, a pesar de sus dudas, fue en dirección del tío al que conocía. La sorpresa fue inmediata; la partida fue interrumpida. Pongan pausa, luego pueden continuar, solo quiero hacerles una pregunta —les dijo—. No bien formuló esas palabras uno de los chavales se levantó del asiento y salió echando leches del local, el otro, al que conocía, tendría que quedarse y dar explicaciones.

Mitchel Ríos

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