Creatividad
La vida medida en gigas
No bien entró en el local se sentó en una de las mesas que estaba junto a una ventana. Ese día quería que le diera el aire.
La ventana daba a una de las calles más transitadas, los turistas solían ser los que más la recorrían, como arteria esencial dentro del callejero, su ubicación era estratégica, de tal modo que en los mapas que repartían venía remarcada con un color rojo vistoso que llamaba la atención.
A … no le parecía que fuera importante, estaba llena de negocios, gracias a su popularidad en hora punta era caótica y los carteristas se aprovechaban, era fácil reconocerlos para el ojo entrenado del que vivía en la ciudad, no pasaban inadvertidos, sus modos eran burdos y estos los delataban, a pesar de su vestimenta, pues se disfrazaban de universitarios.
Olvidando todo lo que lo rodeaba se acomodó, acercó la silla a la mesa —lo suficiente para sentirse a gusto—, cogió la mochila que llevaba, sacó el portátil y lo desplegó, cuando tuvo todo preparado, llamó al camarero, hizo un pedido y le solicitó la clave del WIFI. Antes de ingresar le aseguraron que lo ofrecían gratuitamente, el único requisito era el de consumir cualquier plato o bebida que estuviera indicado en la carta. El trabajador se acercó, le entregó un pequeño trozo de papel en el que venía escrito lo necesario para conectarse a la RED. Tras unos minutos, le trajo el bollo y el café que había ordenado.
Conforme se fue haciendo común este servicio, … no iba a aquellos sitios que no lo ofrecían, ya que, obviando su masificación, había negocios que no lo tenían implementado, en especial los más antiguos, esos en los que el suelo era de madera y desgastado.
Le parecía inconcebible encontrarse con locales que no lo proporcionaran, que sucediera algo así —se decía— era darle la espalda al avance tecnológico —y afirmaba— estaban condenados a cerrar, la gente les daría la espalda en algún momento, pues la imposibilidad de revisar sus mails, leer los mensajes, indagar en los motores de búsqueda o mirar un video, haría que se hiciera efectiva su sentencia.
No siempre fue un predicador sobre la importancia de tener acceso al WIFI en cualquier parte, pues antes se conformaba con asistir a cibercafés, en especial a uno que quedaba a dos bloques de su casa. Por eso, llegar a la decisión de contratar el servicio en su hogar fue un proceso largo, ya que no le parecía un bien tan importante como para hacer un desembolso fijo todos los meses.
Al final cedió a la tentación y lo contrató. Su servicio, aparte del plan telefónico, incluía una cantidad determinada de gigas al mes en su móvil.
Con su equipo en las manos, comenzó a trastearlo y a dar sus primeros pasos en ese mundillo, el de tener un servicio adaptado a sus necesidades. Por eso le pareció significativo acceder desde su equipo a la red de redes, incluso, si quería, tenía la posibilidad de compartir sus gigas con el ordenador cuando estuviera en la calle o en el metro.
Durante esos días le parecían inagotables los datos, incluso, cada mes le sobraban, pero no eran acumulables. Sin embargo, cuanto más usaba la Red, compartiéndola con el ordenador, se dio cuenta de que su plan no le cundía como al inicio, lo notó por la velocidad, porque cuando se agotaban era imposible acceder a las webs. De este modo empezó a limitar su gasto de gigas (prefería ahorrarlos), tenerlos para navegar se había convertido en algo esencial, sin ellos sentía que le faltaba una parte importante en su día a día, debido a que con ellos podía adentrarse en reductos de cualquier parte del mundo, charlar con gente que se encontraba en las antípodas y, asimismo, acceder a todo tipo de información.
Desde esa temporada comenzó a buscar sitios que tuvieran el WIFI gratis, era lo mínimo que exigía para ser cliente, le gustaba sentarse, usar el portátil, si había la posibilidad de hacerlo o simplemente conectar el móvil, cualquiera de las dos opciones lo satisfacía. Porque así conservaba sus datos intactos, lo corroboraba accediendo a su área de cliente, ahí podía ver la cantidad de gigas que le quedaba, cuando observaba esto se sentía reconfortado.
Extendió lo más que pudo su estancia en el local, tenía suerte de que no midieran el tiempo que llevaba sentado, daba bocados pequeños al bollo y sorbos cortos al café, lo hacía de un modo aprendido, sin quitar los ojos de la pantalla de su portátil, daba la impresión de que estaba abstraído con lo que veía y si se despistaba terminaría estropeando su equipo, pero todo estaba planificado, era su modus operandi, aprendido en el fragor del uso de las nuevas tecnologías.
Después de consumir lo que tenía en la mesa, pagó la cuenta y salió.
En la calle comenzó a deambular, caminó con cuidado para no chocar con los viandantes y no ser presa de algún pillo, se decidió por tomar un camino distinto al de costumbre, cada cierto trecho, de su recorrido, se topó con gente ensimismada en sus móviles, tal vez tendrían datos ilimitados, pero él no se los podía permitir —se lamentó—. Había tanta gente con ellos en sus manos que daba la impresión de estar rodeado de zombis, y no solo le pasó ahí, notó que el mismo comportamiento se repetía cuando cambiaba de calle.
¿Los demás lo verían del mismo modo a él?, ¿se comportaría igual, como alejado de la realidad, pendiente de una pantalla?, estaba seguro que era imposible, él no era igual que los demás, era diferente, sabía cuáles eran sus límites, si alguna vez su proceder se semejaba al de esos seres dependientes, se sentiría fatal, pues tendría un problema grande.
Tras concluir su andadura, regresaría a casa, se engancharía a la Red, hablaría con gente que no conocía, se informaría de los temas que no salían en los diarios, accedería a información prohibida, hasta el día siguiente, en el que saldría a pasear y se centraría en conservar intactos sus gigas.