Creatividad

Indecencias

Los suplementos dominicales le fascinaban, iba siempre a comprarlos a primera hora. Le gustaban por los distintos reportajes que contenían. La costumbre surgió en su niñez, cada diario traía una serie de actividades pensadas para los pequeños de la casa. A él le entretenían, podía pasarse el día entero rellenando, con los lápices de colores, las hojas impresas. Era un máquina en esos temas, sin darse cuenta comenzó a adquirir conocimientos, nunca mejor dicho: como jugando.
Sus inquietudes iban por diversos senderos, sin embargo, no sabía reconocer lo permitido o lo no permitido. Una vez, en uno de estos diarios, vio una serie de dibujos, se quedó prendado de los trazos y de su estilo. Leyó las infografías y memorizó varios de los conceptos, no los entendía bien, pero le sirvieron para dar fuerza a sus motivaciones.
Se dirigió a comprar una libreta a una librería que se ubicaba a un par de calles de su casa, eligió una anillada, le pareció la más adecuada, de ese modo no se doblarían las páginas. De vuelta en su habitación tomó el cuaderno en blanco, comenzó a imitar —que no plagiar— los diseños. Después de varias horas logró terminar su opera prima, un excelente trabajo —a su parecer— que sería reconocido por su aporte, por su innovación.
Antes de mostrar su obra le hizo una bonita carátula al cuaderno, le gustaba ser cuidadoso y realzaba los detalles. En ella quiso representar su capacidad sinestésica, pero, por más que ponía empeño, su cerebro no asignaba colores a los números, palabras o a otros caracteres, veía todo del mismo matiz. Cuando supo que las personas podían tener este tipo de habilidades quiso ponerse a prueba, se empecinó en saber si tenía ese don. Para este fin se sometió a distintos test, todos eran similares: ver una serie de imágenes, luego descubrir la solución, con el tiempo se dio cuenta que lo único necesario era memorizarse las respuestas y, al repetir esos exámenes, se le hacía posible mejorar en las calificaciones, todo estaba en el entrenamiento constante, pero se fue de cara cuando descubrió que se nacía o no con esto, no era algo que se adquiriera como la habilidad con los números.
Si hubiera sabido, también le hubiera hecho un buen prólogo, pero, al ser un borrador de garabatos, dedujo que no se notaría esa falta.
Revisó cada una de las líneas, todas encajaban y se adecuaban a sus exigencias. No estaba convencido del acabado, los dibujos estaban mejor en el suplemento —se decía—. Los comparaba y los suyos eran de menor calidad, no había duda. Después de cavilar pensó: no tienen por qué ser idénticos a los originales, con un poco de imaginación, había aplicado su estilo.
Nunca enseñó nada de lo que hizo. En ocasiones solía hacer dibujos en papeles sueltos y casi siempre terminaban en el cubo de la basura, sus originales estaban desperdigados por todos los vertederos de la ciudad, pero no llevaban su nombre, todo ello era su culpa, era demasiado desordenado. Tal vez, si hubiera descubierto ese suplemento antes, habría ordenado todos esos folios, sin embargo, de nada servía lamentarse, lo mejor era empezar de cero, siempre podía plasmar su buen hacer en distintos soportes, ese no era un problema, poseía el talento.
Después de sopesarlo cayó en la cuenta de que su cuaderno dejaría de ser privado, esto no le entusiasmaba porque solo él conocía su valor; le daba temor ver a otra persona analizándolo. Un extraño no sabría darle el sentido que originalmente él le impregnó.
Todas estas reflexiones le generaron un problema existencial, por eso le costó muchas idas y venidas llegar a la conclusión de que no podía vivir en una burbuja, para bien o para mal: el siguiente paso, una vez terminado su portfolio, consistiría en pedir opiniones. Con esos pareceres podría sacar en limpio si valía o no la pena su dedicación. Un juicio externo podía ser bueno. Dentro de todo, su propia apreciación podía estar supeditada al cariño que recaía en sus producciones. Eso de mostrar lo que había hecho le daba corte, no se sentía a gusto haciéndolo, pero era necesario dar el paso… Se decidió: mostraría al mundo su arte…
El día elegido se lo enseñó a un amigo, un chaval con el que tenía una confianza única, después de verlo, no dijo gran cosa.
—Di la verdad, aunque duela, no me voy a enfadar —espetaba.
Su colega le dijo que estaba bien, pero para ser sinceros no sabía qué decir, por la cara parecía no enterarse de que iban los trazos. Lo mismo pasó con el resto, todos se reservaban sus opiniones. En vista de lo infructuoso de estos primeros contactos se decidió por llevar el cuaderno a su profesora, pues su apreciación no se vería supeditada a nada.
—Tus dibujos son un poco confusos, tal vez, si los acompañas con una leyenda, serían más fáciles de entender.
Después de escuchar esto pensó que eso le quitaría la gracia, sería como desgranar un chiste sobre la marcha.
Tras proferir esas palabras siguió observando las hojas, hasta que le dijo: Dedícate a hacer cosas más provechosas, no deberías perder el tiempo de ese modo. Él esperaba una formulación distinta, una que lo motivara a seguir con esa práctica.
Le devolvió el cuaderno y se fue. «Era mejor que se dedicara a otra cosa», se le grabó en la memoria; no obstante, cuando escuchó esas palabras, pensó en un libro, en donde el protagonista era incomprendido, nadie entendía sus dibujos, pero no pudo dar con el título.
Regresó con su cuaderno a casa, lo dejó en la mesa de la sala y se dirigió a su habitación, aún tenía el mal sabor de boca de no haber conseguido unas palabras que lo condujeran a seguir puliendo su arte.
Durante un tiempo se olvidó por completo de los dibujos, hasta que un día sus padres le llamaron la atención, habían encontrado el dichoso cuaderno; no podían creer que alguien de su edad dibujara esas obscenidades. Entendían que el despertar sexual podía dar pie a ciertas curiosidades, pero llenar un cuaderno con trazos impúdicos era lo peor que se le podía haber ocurrido.
No entendieron sus razonamientos, tampoco les valió que les explicara el proceso de su inspiración, eran obscenidades y punto, no había más vueltas que darle. Al día siguiente, a primera hora, lo llevarían al psicólogo.

Mitchel Ríos

APP

300

Dos