Creatividad
Entre razones y sinsentidos
Estábamos en una disyuntiva; nos gustaba salir a caminar, fue así como nos conocimos. Nuestro gusto por los libros usados le sirvió de excusa al destino para hacer cruzar nuestros caminos. Dudabas entre dos libros —no recuerdo los títulos, ni los autores—, preguntaste:
—Si vos quisieras uno, ¿cuál elegirías?
Fue una pregunta soltada al viento… me sacó del estado de concentración usual en el que ingresaba al comprar textos. Esa actitud era una forma de enfocarme en los títulos desperdigados, hacía eso porque cuando me distraía terminaban llevándose algunos que, en otras circunstancias, pasarían a formar parte de mi biblioteca.
Mi colección no era ingente, era de un número tal que podía recordar el contexto de la adquisición de cada uno de sus integrantes. A mis amigos les sorprendían las historias que narraba en torno a cada uno, cada adquisición era una aventura. Cuando salía en dirección a una librería, iba sin una idea predefinida. En las oportunidades que encontraba algún tomo interesante hacía todo lo posible por hacerme con él, debían intervenir distintas variables, el entusiasmo, la calidad de la edición y la principal: tener el dinero para comprarlo. Esta última, tal vez, era la más importante.
Después de hacer la compra, al llegar a mi habitación, tenía la sensación de tener una joya. Acomodaba ese nuevo elemento con sumo cuidado y le sacaba una fotografía. Me sentaba y miraba con alegría esa pequeña colección. Antes de colocarlo con los demás, lo leía, solo cuando concluía su lectura, pasaba a formar parte de manera oficial de la hermandad.
Al terminar de leer una novela me quedaba prendado de la historia, me tumbaba en el sofá miraba las paredes y de repente me imaginaba recibiendo una llamada al estilo de «The New York Trilogy», algo improbable… fantaseando se podía llevar a cabo, siempre fantaseando.
Esa tarde salí a dar una vuelta, en el camino había varias librerías.
—¿Me preguntas a mí?
—Sí, no veo a nadie más por aquí.
—Era para confirmarlo.
—¿Cuál elegirías?
—Guíate por el precio, es una buena alternativa para dejar de lado las dudas. Suelen estar escritos en la esquina superior derecha de la segunda página en blanco. Los rotulan con lápiz, algunas veces es imposible borrarlos —es algo que odio—, más de una vez he tenido que arrancar la hoja.
Hiciste caso a mi indicación, te acercaste al vendedor y antes de retirarte me diste las gracias. Solo quería volver a mis asuntos y pillar un buen volumen.
La búsqueda fue infructuosa, inicié el camino de vuelta. Pasé al lado de unas terrazas, en una de las mesas me fijé en alguien leyendo. Seguí de frente, pero observando de soslayo.
—Gracias por la recomendación.
—No fue una gran… fue por azar.
—Llámale azar o como quieras, ha sido una buena compra.
—Espero que no tengas nada mejor por hacer.
—A estas horas poca cosa tengo…
—Tomá asiento.
Me acomodé a tu lado.
—Che, ¿cómo te llamás?
—…
—Qué se siente ser un …
—A estas alturas nada, estoy resignado a llevar esta marca para toda la vida.
—Es solo un nombre.
—No es solo un nombre, es mi nombre, eso lo hace …
—Como quieras.
—¿Cómo me dijiste que te llamabas?
—No te dije mi nombre.
—Tampoco es importante.
—Llámame como más rabia te dé.
Pasamos un rato agradable, conversamos de varios temas, cada uno explicaba de forma peculiar la perspectiva que tenía. El tiempo pasó, cuando nos dimos cuenta decidimos retirarnos.
—Aquí tienes mi número.
—Espera un momento —hiciste timbrar el móvil—, ese es el mío.
—Lo guardaré en mis contactos.
Quedamos para salir otro día.
—Si es en fin de semana, mejor —añadiste.
Salimos varias veces y notamos cosas en común —nos divertíamos juntos—. Me llamaba la atención tu soltura en todo momento, nunca te encontrabas incómoda, tu conducta era desinhibida, pasabas del mundo, te centrabas en tus asuntos y sobre la marcha te gustaba cambiar de velocidad —eras una fuerza de la naturaleza—. Las primeras veces, ante esas actitudes, me esforcé por hacerte cambiar de parecer, conforme te fui conociendo mejor me di cuenta que eras de piñón fijo, por eso dejé de incurrir en el error de desgastarme en ese acto fútil.
Una vez, caminando por una avenida, quedaste encandilada por la fachada de una de las casas de una calle perpendicular, paraste en seco y dijiste que iríamos por ahí. No querías ir por otra ruta, era la primera vez que pasábamos. Aparte de la fachada, una de las puertas de la construcción fue de tu agrado, era una señal. Yo conocía más o menos la zona, no era un asiduo, solo pasaba en el bus a menudo, recomendé un atajo, lo desechaste, al ver tu elección tenía claro que ir por ahí nos retrasaría. Llegaríamos varios minutos tarde a una exposición, te lo hice notar, pero, como siempre, era imposible sacarte una idea de la cabeza, no quería discutir.
Durante el camino no dejabas de alabar la vista. Esto no es una ciudad, es un gran museo —decías—, coincidía con tu apreciación. Era verdad, las construcciones eran llamativas y alegraban la vista. Los arquitectos tenían buena visión para idear estas obras, sí, la tenían, pero no te olvides de la planificación, no lo hago, sin un buen diseño la planificación urbana no sirve de nada, la vista podría ser menos atractiva. Este lugar tuvo su época de auge y todos estos ladrillos son el testimonio, ¿ladrillos?, ¿cómo puedes llamar ladrillos a estas representaciones artísticas?, disculpa, cambio la palabra, piedras…, mejor suena ladrillo, no se me ocurre otra palabra, la puedes buscar en el diccionario, mejor que cada quien los llame como quiera, no vamos a enfadarnos por eso, no, pero podemos intercambiar pareceres, cierto, está bien, llámalos ladrillos, no es tan difícil.
Durante el recorrido esperaba llegar al final y decirte en un tono burlón «te lo dije», pero eso no sería posible, siempre creías tener la razón.
Mitchel Ríos