Creatividad

En el súper

—A mí me gusta la dorada, conozco una receta deliciosa —expresó mientras conversaba con una señora.
—Yo prefiero la merluza.
—Hágame caso, no se arrepentirá.
—Yo no soy mucho de esos ingredientes.
—Cuestión de gustos
Sus palabras no tenían un destinario claro, al principio parecía que se dirigía a la pescadera, pero más adelante daba la sensación de que lo hacía con las personas que la rodeaban.
—Debería darle una oportunidad; la dorada, es un manjar, hágame caso —repitió.
Cuando hablaba de manjar era verdad, recordaba que lo solía tomar los fines de semana, cuando se reunía toda la familia, preparaban raciones ingentes. En esa época, tendría unos once años, los platos le parecían enormes, inacabables, pensaba en las veces que le costó terminar, esforzándose lo conseguía, ya que, de otro modo, lo dejaría a medio comer.
Estaba sumida en esta idea cuando fue interrumpida por quien atendía.
—Dígame usted.
—Sí, tres doradas, por favor.
Miró detenidamente como cogía el pescado, cuando notó que agarraba uno que no le gustaba se apuró en intervenir, mejor dame el del costado, le dijo a la dependienta, sí, ese, el más grande, señaló con el dedo, tiene mejor pinta. Volteó a su lado izquierdo y buscó un gesto de aceptación, cuando lo encontró, o creyó encontrarlo, esbozó una sonrisa.
Probablemente para otros el tamaño daba igual, pero sabía, por experiencia, que no tendría el mismo sabor si eran pequeños, aun aplicándole el mismo estilo rústico, sin florituras. Este detalle no era menor, ya que el aderezo estaba pensado para unas medidas determinadas.
Esta obcecación le venía de familia, alguna vez le dijeron: la receta es la receta, hay que ceñirse a ella, si vas por libre, ten por seguro que no saldrá como esperas.
Por este motivo seguía a rajatabla lo que venía escrito en aquella hoja ajada por los años, que había cogido un color amarillento, casi sepia, cuya degradación había sido retrasada gracias a los cuidados que le daba, incluso, para conservarla mejor, la puso en una carpeta exclusivamente comprada para ese fin.
—¿Cómo quiere que se las prepare?
—Sácale las tripas, nada más.
Comenzó a fijarse en lo que hacía, le gustaba observar a esos artesanos de la pescadería, la forma en la que le sacaban las escamas, las tijeras que utilizaban para cortar las aletas y abrirlo, así como el guante metálico, al estilo de las armaduras medievales, que utilizaban para sacarle las espinas. A esto se sumaban los distintos tipos de cuchillos que tenían, sin duda, era un arte —se recalcó.
Estaba observando la escena cuando notó que iba a cortar la cola de la dorada.
—No se la cortes, déjala así, solo sácale las tripas.
Cuando la servía en el plato le gustaba que estuviera completa que, a excepción de las tripas, escamas y aletas, tuviera todo, para que destacaran los cortes que le hacía en la piel para conseguir el toque crocante que le gustaba, el que le habían enseñado en sus años de interés gastronómico.
A la distancia, cada vez que preparaba este plato, era como una forma de recordar su tierra, de tener presente sus tradiciones, sus raíces, a su familia. Quizás aquí residía el sabor que le ofrecía cada vez que lo degustaba. Pero esto no se lo comentaba a nadie, simplemente lo pensaba, no buscaba ningún signo de aceptación, no miraba a ningún lado, era para ella y punto.
—Algo más —repitió la encargada.
—No, solo eso.
Ahora se centró en la forma que guardaba el pescado. Antes de meterlo en una bolsa de plástico, lo recubrió con un pedazo de papel, cuando tuvo todo empaquetado se lo entregó, dio las gracias y se dirigió a comprar más cosas.
Para hacer su guiso debía comprar más ingredientes, ahora el problema sería encontrarlos, no estaba acostumbrada a deambular por los pasillos de aquel supermercado.
Se dirigió a los respectivos expositores y fue metiendo uno a uno cada ingrediente que necesitaba, cuando se dio cuenta el carrito de la compra estaba casi lleno, en ese instante pensó que hubiera sido mejor coger uno más grande.
Cuando se dio por satisfecha se acercó a la caja para pagar. Había varias personas delante. Sin desesperarse, esperó a que pasaran una a una, hasta que le tocó su turno.
—Buenas tardes.
La chica que la atendió llevaba una camisa blanca, con un chaleco verde por encima y un pantalón de color plomizo, tenía unos ojos llamativamente verdes, este detalle llamó su atención.
Desplegó todo lo que había cogido en una cinta que acercaba los productos a la cajera, quien cogió cada producto y lo pasó por un detector que indicaba el precio, conforme los iba pasando los sumaba.
Una vez que terminó de pasar todo y había una cantidad total a pagar en una pantalla, se adelantó en decir.
—Con tarjeta, por favor.
Cogió el móvil para acercarlo al datáfono y pagar.
—Cuando quiera puede pagar.
Acercó el teléfono, cuando vio el mensaje aceptado, lo retiró.
—¿Quiere copia del justificante?
—No, gracias.
Una vez concluida esta operación, procedió a meter todo en la bolsa de la compra, esperando no tener problemas.
Tuvo mucho cuidado, guardó para el final el pescado, para no llevarse sorpresas desagradables y que llegara en condiciones tan deplorables que no estuviera apto para el consumo.
Al salir de ahí, no hallaba la hora de llegar a casa, vivía a dos bloques, y preparar lo que llevaba en la bolsa, de solo imaginárselo su boca comenzó a salivar.

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