Creatividad
El malecón
Una enorme plataforma se levantaba ante sus ojos y el camino se hacía cada vez más empinado, está construcción había sido escenario de diversos filmes rodados en la ciudad. El cansancio conseguía que caminar fuera un ejercicio de voluntad; la sensación de ir en dirección contraria denotaba el esfuerzo necesario para realizar esa actividad figuradamente elemental. El ruido de los coches, el clima seco, el calor, conseguían resentir el físico.
El paseo marítimo era un lugar afable para transitar. Durante todo el trayecto se podía observar el mar, solamente era necesario acercarse al malecón. El agua era transparente, de color azul verdoso. Cerca de ahí se encontraba un grupo de pescadores ataviados con su vestimenta característica, realizaban incursiones montados en sus botes. Aún más cerca (a unos cien metros) había gente mariscando y recolectando berberechos o almejas —los mariscos del lugar tenían tal fama; traspasaba las fronteras—.
Cuando se recorría ese camino uno podía encontrarse con gente haciendo footing y montando en bicicleta, usualmente madrugaban; de ese modo conseguían evitar las temperaturas altas y los bañistas, si sucedía era imposible practicar deporte, había sombrillas y gente tumbada en la arena buscando un bronceado que diera envidia. Los grupos familiares eran lo característico de esta multitud; se veía en sus rostros la alegría de compartir un día en la playa, llevaban comida, armaban las mesas, bebían, todo era diversión. Ese día el mar estaba en calma, no se parecía al de la película «A Praia dos afogados» —una de muertes misteriosas basada en una novela escrita por un gallego—. Después de la diversión pasaba el camión de la limpieza, recogía la basura e igualaba la arena un tanto estropeada después del paso de estas hordas trashumantes.
Era necesario pasar por la rambla para ir a hacer las compras, los centros comerciales se encontraban a una distancia respetable, cerca del ayuntamiento; para llegar era necesario pasar al lado de espacios destinados para los niños, además de vadear un pequeño bosque en donde se podían hacer picnics. Cada vez que realizaba esta excursión activaba el podómetro para saber la cantidad de pasos efectuados. La app era detallada en sus resultados, indicaba las calorías quemadas por cada trayecto; incluso le hacía recomendaciones para mejorar su rendimiento al ejercitarse.
—La evolución de la tecnología ayuda a mejorar el estilo de vida —pensaba.
En zonas puntuales se instalaban mercadillos itinerantes, solían ocupar algunas calles, los compradores se apretujaban por las rebajas, el inconveniente de adentrarse en ese espacio eran los carteristas; pululaban por la zona, se fijaban en los distraídos y se hacían con las pertenencias ajenas. Sus víctimas recurrentes eran las señoras mayores. Estas se dirigían al terminal pesquero —un inmenso espacio constantemente abastecido por las embarcaciones; salían de madrugada a faenar—, a comprar pescado fresco.
A tres manzanas de la municipalidad se encontraba una tienda de especias, un emplazamiento pintado de blanco —por algunas marcas en las paredes se podía deducir que antes había sido el almacén de una panadería—. Los condimentos se encontraban en unos sacos abiertos; sus colores parecían pigmentos destinados para elaborar pinturas al óleo. Necesitaba un poco de pimiento picante —imprescindible para aderezar la comida de su agrado—.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Deme cien gramos de eso —señaló el saco en dónde se encontraba el polvo de color rojo.
La vendedora cogió una bolsa de papel —con la cara de una señora dibujada—. Con una pequeña pala comenzó a coger la cantidad del producto y a echarlo en una bolsa de plástico, la pesó y la cerró.
—¿Alguna cosa más?
—No, por ahora solamente esto.
Le indicó el precio y pagó, guardó el paquete en el bolso —solía llevar uno— se marchó de ese local.
De camino a casa se detuvo en un supermercado, necesitaba comprar unas verduras, pasó al lado de la sección de bollería surtida; no pudo aguantarse las ganas de comprar unos dulces —le gustaban unos llamados coquitos; estaban hechos a base de coco con huevo, azúcar y vainilla—, se acercó al estante, se puso unos guantes de plástico porque leyó en un letrero el mensaje: «Por higiene se debe usar guantes para manipular los alimentos». Tomó cuatro los pesó en una de las balanzas ubicada cerca, apretó el botón con la imagen del dulce, se imprimió una pegatina con el importe a pagar y la adhirió a la bolsita. Se dirigió al área donde se encontraban las verduras, cogió las que necesitaba, se acercó a una de las cajas, no había gente esperando, lo atendió una chica, le indicó el valor de lo comprado, pagó y salió. Mientras caminaba por la calle se iba comiendo los dulces.
El calor seguía siendo insoportable, la cuesta se hacía más empinada, pasó por debajo del puente y cruzó por un parque, por un momento pensó en tumbarse encima del césped, pero debía llegar pronto a su piso, apuró el paso y aunque el físico seguía resintiéndose, comenzó a avanzar, dentro de poco se encontraría en casa y podría darse un buen baño, era necesario tomarlo; el sudor le incomodaba y eso no lo podía soportar.
Mitchel Ríos