Creatividad
El juntaletras
Cada vez que tachaba una línea de mi texto sentía que me extirpaba, sin anestesia, algo vital para mí. Su intención (dentro de todo) era buena, no rondaba por mi cabeza la idea de estar asistiendo a un sainete a costa mía, además era muy seria cuando se encargaba de corregir. No trataría de quedar bien conmigo, sería directa (en esto estaba sobre aviso), no me doraría la píldora. Si lo que había hecho estaba mal, me lo diría. Su bolígrafo no dejaba de trabajar y la sensación de desconsuelo seguía en aumento. Quizás no había nacido para escribir, me estaba engañando, esto, si era así, solo conseguiría sepultar para siempre mis aspiraciones, aún más cuando puse en manos de una profesional la corrección de mi escrito.
Hasta ese día yo me encargaba de corregir mis textos, sin embargo, a causa de ello (creo yo), estos no tenían el nivel que deseaba o, por lo menos, no eran celebrados cuando los revisaba la maestra. La frase que siempre utilizaba era sobre la claridad del mensaje que trataba de exponer —son demasiado oscuros y, cuando los analizo, puedo encontrar hasta siete ideas que bosquejas, pero que no llegas a desarrollar, eso no es bueno, si quieres redactar, pues —en este punto del discurso yo había desconectado, pensaba en la poca seriedad cuando me hablaba—, eso deviene en oscuridad, escribir sin claridad es tan malo como no escribir. Puedes elegir el mejor tema, tener la mejor sintaxis, pero si no logras plasmar de forma diáfana lo que quieres decir, no sirve de nada el tiempo invertido.
Casi siempre, estas palabras me sentaban mal, desde mi punto de vista el mensaje estaba claro, otra cosa era que no se dieran la molestia de desentrañar el mismo. En este sentido, una vez un colega me dijo, al leer un párrafo de un trabajo que presenté: es demasiado tuyo el texto, yo lo entiendo porque te conozco, pero sin ese referente me resultaría incomprensible —aquí nuevamente desconecté, ¿qué carajos me decía?, claro que el escrito era mío, yo lo hice, yo me pasé varias semanas planificándolo, fui el que trasnochó para llenar la página en blanco, tenía mi voz por todas partes, era una extensión de mí—, luego, como quien sabe que es mejor en ese arte y quiere soltar unas palabras que no suenen hirientes, pero que entre líneas dan a entender lo contrario dijo: no te voy a decir que te dediques a otra cosa, pero deberías replanteártelo, no todos pueden ser escritores. No respondí, pues consideraba que estaba varios escalones por debajo en materia de redacción, ¿cómo llevarle la contraria a alguien que siempre ganaba concursos, destacaba y, según los encargados del centro, era la gran promesa de las bellas letras de nuestra ciudad?
Aquí hago un inciso. Mi ciudad era pequeñita, también el número de participantes a concursos, todos eran parte del mismo grupo (entrar en él era difícil, lo intenté, pero no pude), entre ellos se repartían los premios, la forma de asignarlo era por orden, un año ganaba el 1, otro el 2 y otro…, de tal modo que al llegar al último se reiniciaba la cuenta, si la literatura es elitista aquí se demostraba esa afirmación y, por encima de eso, se jactaba de serlo. Solo en un par de oportunidades cambiaron el orden debido a que no querían dejar expuesta la forma de repartirse los premios, contra todo pronóstico el año… que le tocaba al 2 no lo hizo, ganó el 5, no había duda, los sabios se pasaron varios días deliberando para dar con el método adecuado, demostrando su espíritu pueblerino, se impuso el sentido común. En ese momento yo no sabía nada de eso, sino hubiera dicho un par de cosas, el seis era mejor tipo, el cinco era el típico enchufado.
Pero yo no quería darme por vencido, dentro de mí había una voz que me decía: tú puedes, ten presente que no le vas a gustar a todo el mundo, sigue esforzándote, sigue escribiendo —jo, lo siento, sueno a libro de autoayuda, pero no encuentro otra forma de continuar la narración, en serio, Dioses de la redacción no he querido ofenderles—. Mi soliloquio continuaba: habrá algún lector al que le gustes, tal vez tu lector ideal no ha nacido, ahora está en el futuro esperando tu mejor obra o, siendo menos optimista, nunca nacerá, me consolaba la idea de estar pensando en un lector, este ya era un avance, porque todo texto, así como toda carta, tiene un receptor —acabo de plagiar a Lacan, mea culpa.
Continuó con su labor. Por la forma en la que usaba el boli cualquiera diría que pronto se quedaría sin tinta, en este punto no podía decirle, disculpa, me equivoqué, siento haber hecho que pierdas el tiempo, pero mejor no corrijas mi texto… no era posible, sería un desplante, además ese gesto demostraría que tenía temor a las críticas y no era así (no tenía miedo a las críticas buenas, a las que venían con mensajes ocultos, sí, esos que buscaban menoscabar mi amor propio, esos sí me daban pavor).
Las primeras observaciones que me hicieron fueron sobre la extensión de lo que escribía, a mí me resultaba molesto tener que llegar a un determinado número de palabras, cuando llegaba a la palabra 50 y me fijaba en el contador del editor de texto, me parecía que había dado todo lo que podía, no tenía forma de continuar, releía lo que había escrito y me parecía que estaba bien, sin embargo, era necesario llenar por lo menos un par de folios, solo así se podía tener por bueno un trabajo, en pocas palabras, valoraban la cantidad a la calidad, tal vez, no había llegado a sus oídos el concepto de la micro ficción. Para llegar a sus exigencias tenía que esforzarme, me costaba horrores alcanzar las cien palabras y si hablamos de quinientas, era un calvario, pero como no sabían que se podía escribir buenos textos en pocas palabras, me decidí a pasar por el aro, además, si quería emular a los grandes, tendría que aprender a decir lo mismo que decía en cincuenta palabras, en mil o dos mil. El proceso costó, ahora el problema era que resultaba oscuro en lo que decía, otro escollo en el camino.
Comencé a hacer caso a las indicaciones, no obstante, no llegaba a estar conforme con el resultado, le faltaba algo, no se qué, algo que podía ver en los escritos de otros, en ese momento me di cuenta de que era más fácil enfrentarse a escritos ajenos que propios, se me hacía simple dar mi opinión a los demás, pero con mis creaturas el asunto era distinto, no podía ponerme en la posición de otro que no fuera yo, al enfrentarme a ellos no veía sus errores, eran míos. En esta disyuntiva estuve un semestre entero, a fuerza de pasarlo mal, llegó una frase que me dio cierta esperanza, si le quitaras toda la paja a ese escrito, sería algo medianamente decente, algo medianamente… ya era algo.
Quitar toda la paja, deduje que se referían a que era necesario llevar mi texto a un especialista, un corrector de estilo. Yo no conocía a nadie que estuviera en ese rubro, al que pudiera decirle en confianza, corrige mi texto, eso sí, hazlo por amor al arte. Después de indagar, un colega me recomendó a una de sus amigas periodistas, le expliqué cual era mi situación, me aseguró que no había problemas, era muy buena en lo que hacía y lo haría gratis, pues le debía varios favores.
Me dirigí al lugar que me recomendaron con la idea de que saldría de ahí siendo otro. Con el juicio de alguien que sabía podría sentirme más seguro y seguir bregando. Las piernas me temblaban mientras me acercaba, las interrogantes aumentaban, ¿qué pasaría? ¿qué me diría?
Fue sencillo dar con la persona en cuestión. Cuando me acerqué a ella estaba en su hora de descanso, me presenté y sostuvo que le habían hablado de mí, sin perder más el tiempo me pidió las hojas que llevaba en las manos y comenzó con su deliberación.
Pensé que después de todo lograría llevar un escrito en condiciones. Contra todo pronóstico, callaría bocas, sería un hecho que ni los más viejos del lugar recordaban.
Tachaba y tachaba. Yo esperaba en silencio a que terminara su trabajo, pensé que me diría: tu texto no sirve para nada, no vales como juntaletras. Después de concluir sus mutilaciones, se dirigió a mí y dijo: me gusta tu estilo.
Mitchel Ríos