Creatividad

Desorden

Sonó la alarma, no hizo caso, siguió en su aventura onírica.
Las gestiones del día le preocupaban. Las actividades comunes, rutinarias, eran cada vez más pesadas, tal vez tenía relación con la temporada o con su malestar. Tenía presente, más que nunca, la Náusea de Sartre. La sensación nacía en el estómago y se esparcía por su organismo a gran velocidad. Ni las pastillas que utilizaba como paliativos le ayudaban a alejar las incesantes ideas, corta rollos, que se le ocurrían.
No era posible que todo fuera mal, había intentado dar un mejor rumbo a su rutina, pero, por experiencia propia, sabía que siempre había la posibilidad de ir a peor. Se podían complicar las cosas, dejar de tener el control y entrar en pánico, no era usual que eso sucediera, pero en ocasiones, se adentraba en el caos y todo parecía ir marcha atrás, quizá por ello se acrecentaba la molestia.
Lo mejor para salir del hoyo es enamorarse —le dijeron—, cuando eso sucede todo cobra nuevos aires, hay motivaciones extras, las acciones sin sentido tienen algo nuevo, quien se lo decía simulaba seriedad en su discurso. Sin embargo, eso podía haber funcionado en otra etapa de su vida. Cierto —se dijo—, las malditas etapas de la vida que uno transita. En su contexto actual no esperaba que alguien apareciera y cambiara todo como por arte de magia, eso era imposible, no existía en el mundo nada ni nadie que pudiera tener ese poder.
Le gustaba tener todo bajo control, cuando algo se salía de él inmediatamente se sentía ajeno a los sucesos.
No necesitaba más dolores de cabeza, suficiente con los que tenía a diario. Él y el ibuprofeno les hacían frente, desde hacía buen tiempo se habían vuelto inseparables, no podía imaginar una existencia sin tenerlo como acompañante, debía llevarlo a todas partes, solo así era posible calmar sus ansías —dentro del desorden—. Los dos podían poner todo en calma, sin ninguna posibilidad de que se le fuera de las manos.
Para dos estaba bien, pero sí añadía un elemento extra era posible que todo perdiera la estabilidad conseguida. Se iría a pique, sin duda, se desvanecería el equilibrio, caería —no estaba seguro—, era un trance difícil de imaginar.
El temor a perder el control y que otro pudiera tener cierto dominio sobre él lo afligía, dar ese acceso a una persona que quizá solo lo usaría para su propio beneficio implicaba dejar de lado su seguridad. No podía plantearse una situación de ese tipo, estaba jodido, pero no quería joder más las cosas… Dejó de dar vueltas a las… detuvo el discurrir de sus ideas; no lo llevaba a ningún lado —se dijo—.
No quería embarcarse en una relación, no se sentía a gusto. Debía regirse por ciertas normas, aunque no estaban escritas, se suponía que las partes participantes se hallaban en la obligación de cumplirlas. Básicamente sus acciones tenían que evitar por todos los medios causar daño innecesario; era difícil porque con gestos inofensivos ocasionaba penas que no se arreglaban con disculpas. No, no quería volver a esas circunstancias en las que debía callar; esto no era lo único, lo peor de todo era la incomodidad que sentía, los silencios, esos que hieren lo que tocan convirtiendo un día perfecto en uno para olvidar.
Con las nuevas tecnologías —lo tenía presente— la sensación de sentirse controlado se elevaba a la enésima potencia. A veces sentía pavor al encontrarse con cientos de mensajes, podía resultar interesante al inicio, pero con el paso del tiempo y la repetición de los mismos, se volvían insufribles. ¿Cómo era posible que alguien perdiera su tiempo de ese modo? —se preguntaba—. No le cabía en la cabeza que en el transcurso del día una persona dedicara su tiempo a escribir mensajes vacíos, repetitivos, en donde se hablaba de un nosotros con el que no se sentía identificado —como el mismo se repetía—.
Un mensaje enviado cientos de veces era una sobreexposición innecesaria. Su necedad lo arruinaba todo y la otra parte no se enteraba de nada. Tendría alguna tara —se decía—, era probable que la soledad le agobiara y solo conseguía apaciguarla por medio de esos escritos que lanzaba a la red para que su destinatario les diera significado. No quería decir que fuera patética la idea, pero solo así se podía explicar ese tiempo mal invertido. No respondía los mensajes; los seguía recibiendo. Dentro de todo su interlocutor podía ser un poco corto como para no entender la indirecta —pensaba en todo ello y se reafirmaba en su decisión de seguir como estaba, sin tener más dolores de cabeza de los que ya tenía—. No quería sentirse obligado ni controlado. No era para él, prefería seguir con sus pastillas, por lo menos le ofrecían certezas.
Y la alarma comenzó a sonar de nuevo, era molesta. Tiró el reloj al suelo, el ruido cesó; se volvió a dormir.

Mitchel Ríos

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