Creatividad
Al lado de la iglesia
Una mala temporada, solo una mala temporada –se repetía mientras miraba a todos lados antes de cruzar la calle—. Se le había quedado grabada la imagen en la mente —era tan viva—, ese primer momento… aquel en que se conocieron. Cuando se encontraba en ratos de bajón, rememorarlo le ayudaba a sentirse mejor. Una circunstancia única —como se suele decir—, tal vez sería lo más importante que te pasaría en la vida, para bien o para mal, no se repetiría. Tendré que vivir con los recuerdos, cada vez se hace más grande la carga —hasta ahora no los había visto de ese modo—, son un equipaje que llevaré a cuestas. No soy capaz de usar la memoria selectiva, recuerdo todo o, en su defecto, no recuerdo nada.
—Debería estar en casa, pero por esperar a los colegas…
—Pensaba que estabas en compañía de alguien.
—Me hallaba solo.
—No parecía.
—¿Lo dices por…?
—Claro, lo digo por…
—Está ahí desde hace buen rato, por educación fui amable.
—¿Tú siendo amable?
Los fines de semana eran los marcados en el calendario. Solíamos quedar en la plaza, una enorme ubicada a pocas cuadras de su casa, a mí me venía bien. Ese lugar era vasto, había banquetas y las familias se reunían a pasar el día distrayéndose; para no confundirnos, el lugar indicado fue siempre en las escalerillas de la parroquia. Nuestros primeros encuentros fueron esporádicos. A menudo pienso en lo complicado de empezar una relación. No sé si alguna vez le dije a alguien si quería ser mi pareja, nunca efectué ese rito llamado declaración.
Lo nuestro se fue dando poco a poco —de sorpresa—, primero nos conocimos entre las sábanas —dicen que ahí sucede lo mejor de la existencia—. No teníamos demasiadas expectativas, vivíamos el momento, después —si es que había uno— veríamos como iba el asunto. Desde el inicio fuimos sinceros para que la situación fuera diáfana.
Era necesario mantener todo en secreto, fue tu decisión, no puse objeciones, nuestro entorno no debía enterarse. Nunca te pregunté por qué, ni estando a tu lado; me centraba en disfrutar. Podíamos ser amantes en secreto. Varias canciones narraban nuestra historia, eran cautivantes, las canturreábamos y movíamos nuestros cuerpos a su ritmo.
—Lo cortés no quita lo valiente.
—Parecían tener buen rollo.
—Nada de buen rollo. Gracias a ti he podido apartarme de ahí, no sabía cómo zafar y quitarme de encima su compañía, las palabras se estaban haciendo pesadas, me he sentido acosado.
—Deberías decírselo, quizás no es consciente de su comportamiento, ya sabes, uno pierde la perspectiva.
—Cierto, debería, pero no hables muy fuerte, no quiero que escuche lo que estamos hablando, no me gustaría tener malos entendidos.
—¿En qué te perjudica?
La intención era evadirnos, aunque después tomó otro derrotero, a veces el trance nos hacía sentir culpables, la carga emocional de estar haciendo algo prohibido mellaba de distinta forma nuestro ánimo.
El hotelito al que acudíamos estaba ubicado en una zona aledaña de la plaza. Fue por accidente que lo conocimos y se convirtió en el mudo testigo de nuestros actos. Buscábamos un espacio en donde escondernos, recorrimos varias estaciones hasta llegar al que se convertiría en nuestra guarida, era nuestra válvula de escape.
Habitualmente nos topábamos con parejas de todo tipo, cada uno iba a lo que iba. Nunca firmábamos con nuestro nombre en el folio de entrada, utilizábamos pseudónimos, nos imaginábamos ser La Maga y Oliveira. Cuando nos adentrábamos en el lugar nuestras miradas hablaban por si solas. Ingresábamos en la habitación; al cerrar la puerta se iniciaba nuestra aventura. Era una relación especial, trágica, una de ensueño.
—No me perjudica.
—No tienes que ser directo, puedes hacerlo de manera sutil.
—Si vas a aclarar esos asuntos que te molestan, no puedes ser sutil.
—Hay que tener tacto.
—Baja un poco la voz, nos va a escuchar.
—Sigo sin entender, mejor si nos escucha, así no tendrás que hacerle frente. Además, porqué tener miramientos con alguien que no significa nada.
—No quiero que sea de ese modo.
En la intimidad nos dejábamos llevar, no había penas o remordimientos, simplemente éramos tú y yo. En ese momento nos complementábamos, nuestras pieles se enredaban y desenredaban, era dejarlo todo, cogerlo todo, disfrutarlo todo. Nos saciábamos mutuamente, todo se detenía, no existía nada.
Solíamos leer la novela…, en tanto se apaciguaban nuestros bríos. Durante algún tiempo nos quisimos tatuar unos párrafos de ese libro en la espalda y así, como si de un pergamino se tratara, fuera posible leer ese texto, que nos apasionaba, en todo momento. La idea no era original, nos la inspiró una película japonesa —el cine de ese país era su debilidad—. Sin embargo, un solo encuentro no era suficiente, casi siempre nos supo a poco. No podíamos decir nada, hicimos un trato, todo sería un secreto, el juego estaba señalado así.
—¿De qué modo tiene que ser?
—Aún no lo tengo claro, pero de este no.
—Es tu problema.
—Debería serle franco.
—La franqueza es un don que tienen pocas personas.
—Será difícil.
—No sé a qué viene el cuento que me estás soltando…
Nos descubrieron por casualidad, una vez en un bar bebimos de más, nos vio un amigo en común —no estábamos seguros—, en ese estado nos daba igual, sabíamos que pasaría, nos estábamos exponiendo demasiado. Ante esa situación nos hicimos los desentendidos, saludamos y continuamos con nuestra charla.
—No sé de qué te preocupas.
—Es hora de irnos al lado de la iglesia.
—Tienes razón, vamos a expiar nuestros pecados.
Por lo menos cada vez que te recuerdo me sacas una sonrisa; conforme pasa el tiempo se hace más difícil sonreír, nunca he sido alguien alegre, pero sonreía más. Estoy comenzando a entender muchas cosas, lamentablemente siento que voy perdiendo otras, olvidando más, proyecto esas evocaciones y me siento bien.
Mitchel Ríos