Creatividad
Actor de ocasión
Observó la cara de uno de los chicos que lo miraba con atención, se detuvo, tomó un poco de aire, miró a todas partes. Por un momento caviló entre las cuestiones que le venían molestando y las que le daban satisfacciones. Se sosegó, debía sobreponerse, no podía dejar ver signos de flaqueza, no sería propio de alguien que, supuestamente, era el encargado de llevar las riendas de las actividades en el centro. En ningún momento cesaron las miradas, se hacían más inquietantes, a un novato lo hubieran acojonado, en cambio a él, le inyectaban energía extra. Las miradas esperaban con ansias la continuación del discurso.
Pronunció unas palabras, el temor a olvidarse sus líneas le causaba un ligero tartamudeo, imperceptible para todos, insoportable para él. No era perfeccionista, mas si tenía que hacer algo, lo hacía bien. Para ofrecer mierda —como solía decir— estaba el resto. Esos eran unos patanes que no se preparaban adecuadamente, total habían sido nombrados a dedo y tenían plaza fija, podían dormirse en sus laureles. Sí fueron buenos en el pasado, en la actualidad no lo demostraban. Ese tipo de improvisación no iba con su forma de pensar, tampoco con su exigencia personal. Sin duda, eso estaba en cada uno —pensó—.
Retomó el discurso en la última frase pronunciada, se ayudó con una oración escrita en la pizarra, colocada ahí por él para no olvidarse, luego, y para continuar, se enfocó en un punto imaginario dibujado en una de las paredes. Ese truco lo aprendió en su época de estudiante. Se centraba en una determinada marca y comenzaba a hablar, solo así conseguía no olvidarse los argumentos que diría en voz alta.
Las palabras fluían, salían sin tropezarse, de forma natural se esparcían en el ambiente. Cuando se sentía dubitativo, volteaba, leía alguno de sus apuntes y nuevamente retomaba el tema. Estrategias y más estrategias que ponía en práctica varias veces en una misma jornada, todo por dar una buena función. Al terminar el monólogo se apagaban las luces y se retiraban los asistentes.
La escena se repetía varias veces en la semana. A él eso no le amilanaba, más bien, lo veía como un reto. A fuerza de hacer interesante su parlamento se ganó el apelativo de encantador de serpientes.
Era todo un espectáculo ver su desempeño, por eso tenía un séquito que lo seguía a todas partes. Tener esa comparsa, a veces, le jugaba en contra. El grupo sabía sus bromas y su forma de reaccionar en determinadas circunstancias. Para lidiar con ello debía invertir más tiempo en prepararse o, en su defecto, daba paso a los estudiantes y dejaba que la dialéctica enarbolara el blasón de la charla. Esta era una buena táctica, conseguía hacer dinámica la cátedra. Al final de la misma, la charla proseguía, se podían entablar conversaciones interesantes. El intercambio de pareceres permitía retroalimentarse, generaba nuevos conceptos y daba la opción de establecer una mejor didáctica en el aula.
Terminaba la función, se quitaba la careta, debía volver a su vida normal, detrás de bambalinas, en donde era uno más y pasaba desapercibido. El reconocimiento académico que ostentaba estaba concentrado bajo cuatro paredes. En el mundo real no tenían cabida sus grandes discursos, porque al ciudadano de a pie no le interesaban. Le vino a la mente la frase: Las putas no quieren orejas, Vincent. No venía a cuento —era verdad—, era una jugada de su mente. No soportaba el poco interés que mostraba el vulgo por aquellas actividades académicas, más si esos conocimientos no eran parte del acervo popular, a su parecer, no servían de nada, pues, a fin de cuentas, sus conocimientos solo daban pie para discutir con sus pares en un reducto limitado.
Se fue acercando a la estación, bajó unas escalinatas, pasó por el torno, esperó el metro. Cuando subió al vagón encontró un asiento desocupado. Durante el trayecto, no dejó de pensar en lo desconocido que era fuera de sus clases; miraba a sus acompañantes, le gustaría que uno se le acercara, charlaran… Eso era imposible. De buenas intenciones está lleno el infierno. Llegó a su destino, bajó, subió por el ascensor y se dirigió a su casa. Podría ir en coche al trabajo, pero era agotador moverse por la ciudad, los embotellamientos constantes, el caos en algunas zonas, lo empujaban a considerar al transporte público como la mejor alternativa.
Al llegar al apartamento debía ordenar todo. Vivía solo, alguna vez convivió con alguien, pero era verdad lo que decía Sabina en una de sus canciones: Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño.
Las relaciones se iniciaban con las mejores intenciones, luego, en el camino, se iban perdiendo cosas. Se les daba preponderancia a asuntos anexos, la carrera, el trabajo, el crecimiento profesional y, de repente, todo había terminado. Los silencios eran constantes y las respuestas mecánicas, el trato se volvía amistoso. Los diálogos eran menos cálidos, era como si dos extraños estuvieran compartiendo el mismo espacio, el mismo canal comunicativo, cada uno tenía sus prioridades. A raíz de ello juró no volver a enamorarse, sin embargo, era consciente que las relaciones pasan, pero el amor vuelve.
Prefería su soledad, aunque en los momentos bajos, esa sensación de sentirse solo le agobiaba, se miraba en el espejo y se decía: otra vez solo. A pesar de esa sensación consideraba su libertad como lo más valioso. Era mejor así, no debía dar explicaciones a nadie, únicamente debía ser sincero con él, ser sincero con él —se repitió—.
Salía a tomar unas cañas. Si era posible quedaba con alguien, cuanto más ocupado estuviera, mejor, así no pensaba en tonterías. Entraba en el bar, se sentaba en la barra, pedía una copa. Conversaba con los camareros hasta que acababa su consumición.
En su piso —nuevamente—, encendía la radio, cogía un libro y se distraía hasta el día siguiente.
Durante ese lapso volvía a la monotonía, al círculo inacabable, hablaba sin parar, daba muestras de su gran elocutio, demostraba lo buen orador que era, su control de la situación. Se ubicaba delante de los espectadores, su manejo del escenario era festejado.
Ese día tenía dos turnos de actuación, con entrada libre. Su público no pasaba por la taquilla. Él era un objeto colocado ahí para todo aquel que quisiera. Mientras esperaba, escribía algunos apuntes, era su manera de hacer pasar el tiempo para empezar a la hora exacta.
Terminó de anotar, preguntó si estaban todos —la respuesta fue afirmativa—. Tomó un poco de aire, miró en dirección a la pizarra, leyó un par de palabras; comenzó una nueva actuación.
Mitchel Ríos