Creatividad

A MI AIRE

Había expresado abiertamente mi deseo de dedicarme a las bellas letras. Viendo que no tenía demasiados conocimientos, me dije que lo mejor era seguir unos estudios pormenorizados, para que, con ello, tuviera las armas suficientes para hacerle frente a la hoja en blanco.
Una cuestión que me causaba quebraderos de cabeza era: ¿en qué momento se había vuelto tan difícil hacerle frente a ese ente inanimado, a algo que, en el papel —valga la redundancia—, no era complicado darle batalla?
Buscando opciones me di cuenta de que todo me empujaba a inscribirme en la escuela de letras. Una escuela con fama de ir a su aire, en la que las ideologías habían sido la baza para que la consideraran como la más politizada, en desmedro de la formación, pero, a pesar de ello, tenía un buen estatus a nivel cultural.
Por eso me inscribí en los procesos para acceder, no fue complicado, bastó con rellenar mis datos correctamente.
Cuando vi que mi nombre estaba dentro de los admitidos sentí que tendría algo de respiración artificial durante los próximos cinco años.
Cuando comenté que había sido admitido, todos concordaban en lo mismo, ahí no se estudiaba, se hacía política, en donde te llenaban la cabeza de ideas bobas y te distraían de lo principal: el prepararte para ser un buen ciudadano.
A mí lo de la política me apestaba, no quería verme vinculado en cuestiones ideológicas, quería centrarme en el aspecto formativo, por eso, el primer día, aun lo recuerdo claramente, cuando nos repartieron unas hojas en la que nos conminaban a «los nuevos» a acercarnos a los diferentes módulos informativos sobre las elecciones estudiantiles, sentí que me había equivocado, que era cierta la fama que tenía.
Yo no estoy aquí para esta mierda, pensé, por eso, en casa, le di vueltas a ese asunto, ¿valdría la pena estar ahí?, fue lo primero que me planteé. A ver, no quería perder el tiempo de ese modo, prefería emplearlo en cosas que, por lo menos, fueran más sustanciales.
Tras meditar, llegué a la conclusión de que era mejor estar ahí que en casa, de ese modo no me estarían jorobando con ser alguien de bien, ya que el estudiar en una institución de prestigio, de la que se habían escrito cientos de páginas por sus aportes culturales a nuestra ciudad, me daba la libertad de vagar tranquilamente, aunque no hiciera nada de valor.
Conforme me fui familiarizando con el área, me percaté que por ahí andaba un chaval que, en las pocas veces que coincidimos en el barrio, siempre hacía apología de planteamientos con los que estaba en desacuerdo. Pero a pesar de ese poco apego me fascinaba esa energía que yo no tenía, en sus labios parecía que las palabras cobraban vida, era un buen orador, si no lo tuviera calado, tal vez habría cedido a sus propuestas.
Con la decisión tomada, la de continuar, asistía a clases puntualmente, confiando en que, en algún momento, nos pusieran a escribir, nos dieran las pautas para ser creadores, en mi ignorancia había confundido una carrera universitaria con un taller de escritura, pero nadie se animó a aclarármelo, seguí en mi posición.
Conocí a muchos alumnos que tenían las mismas inquietudes que yo, aunque también los había de aquellos que esperaban dedicarse a la docencia, algo loable sabiendo lo mal remunerados que estaban los educadores, pero según ellos, la vocación les podía, por eso mismo siempre estaban centrados en el aspecto pedagógico, dejando de lado el creativo, no iban en la línea de lo que yo quería.
Durante ese tiempo estudié a muchos autores, algunos me sonaban, otros, por el contrario, me eran desconocidos, pero no estaba para eso, con que me dieran una lista de lo que debía leer bastaba, le expresé directamente al director de la escuela que quería escribir, que nos dejara trabajos de escritura creativa, pero no recibí respuesta, como estaba a otros menesteres (charlando con un poeta), pasó olímpicamente de mi petición, pero dentro de mí, sentí que había dejado patente mis intenciones.
Más adelante, un compañero me señaló que el director, hablando con un grupo de alumnos, había hecho el comentario de que un estudiante se le había acercado, conminándolo a solicitar trabajos de escritura, por la referencia sabía que me describía, lo cual le pareció gracioso.
—El chaval era de primer curso y me dice que les haga escribir, pero ¿qué le voy a pedir?, ni que fuera un autor renombrado.
Esta afirmación me sentó fatal, pues se tomó a broma mi petición, no obstante, me sirvió para saber que terreno pisaba y la forma en que consideraban a aquellos con mis mismas inquietudes.
Yo quería escribir, abrirme a nuevas cosas, sin embargo, me obligaban a empaparme de teorías que solo conseguían mermar mi capacidad creadora, porque me esquematizaba, hacía que mis escritos perdieran sentimiento, se volvieran fríos, insensibles, sin la capacidad de causar emoción en quien los leía, ya que era como leer cualquier cosa que bien pudiera encontrarse en un folleto de estudio.
De este modo llegué al punto en el que comencé a replantearme, si valía la pena seguir o dejarlo, debido a que no estaba obteniendo lo que ansiaba, más bien estaba perdiendo la poca voz que tenía, la poca habilidad para hilar frases vivas, en aras de adquirir conocimientos enciclopédicos.
Con el tiempo comencé a darme cuenta de que lo académico no era lo mío, prefería ir por libre, no es que fuera tonto, pero eso de prestar atención no era lo mío, no le encontraba sentido a hacerme con datos que no me servirían para nada, por eso cambié de aires, pero el daño ya estaba hecho, me sentía incapaz de abrirme, de ser yo en los textos que escribía.

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