Creatividad
Cumplidos gratuitos
Hace algunos meses presenté un trabajo por escrito, el tema era libre, podía desarrollar la idea que yo quisiera, siempre y cuando se ciñera a ciertos parámetros, es decir, a las normas que nos indicaban el camino a seguir.
Durante varios días me estuve rompiendo la cabeza, ¿cuál sería el tema más factible?
Me aconsejaron que lo mejor era hablar sobre algo que conociera, de ese modo tendría los conocimientos necesarios para hacer una redacción redonda.
Cuando escuché eso consideré que manejaba varios temas, solo requería centrarme y comenzar a elaborar el esqueleto de este.
Al inicio me quise centrar en los videojuegos, siempre me fascinaron, por lo tanto, me sentí con los suficientes conocimientos como para hacer algo destacable, sin embargo, cuando empecé a formular las ideas, no se me ocurrían las adecuadas. Parecía que cogían forma, pero en el mismo instante perdían sustancia.
Después quise decantarme por un tema más cercano, elaborar el trabajo en base a las cosas que observaba en mi medio, lo que me pasaba en la calle, pero tampoco tuvo recorrido, porque no eran lo suficientemente interesantes.
Tras estos dos intentos fallidos, no tenía claro como empezar. Por eso giré en torno a distintos planteamientos, cuando se me ocurrían parecían interesantes, más durante el desarrollo dejaban de serlo. Esto era frustrante.
Me consideraba lo suficientemente capacitado para hacer una redacción de lo que fuese, sin perder el tiempo, pero, debido a esto, pisé tierra, tendría que doblar los codos, centrarme y coger ideas para ensamblar algo que fuera fresco y ameno.
El tiempo comenzaba a jugar en mi contra, tendría que hacer algo pronto o, en su defecto, me pondrían un suspenso, por suerte, tras darle varias vueltas, encontré la solución, escribiría sobre una obra literaria, una que leí varias veces y que conocía al derecho y al revés, por lo tanto, no tendría problemas.
Me puse manos a la obra, las palabras fluían, de tal modo que salió mejor de lo que esperaba, como si hubiera sido tocado, en ese momento, por una varita mágica, como si una musa se hubiera apiadado de mí y me hubiera permitido dar forma a letras inconexas en un escrito con un sentido diáfano.
Cuando terminé, volví sobre él para corregirlo, comenzó a coger forma y quedé satisfecho, lo llevaría, lo entregaría y saldría airoso.
Cuando le presenté el texto al encargado de calificarlo, me dijo, al terminar de leerlo:
—Tu propuesta es excelente, es más, me sorprende, sin embargo, tienes que corregir algunas expresiones —las resaltó con un lápiz—, por ejemplo, en este punto, si lo reformularas sonaría mejor, se leería mejor.
En ese punto desconecté, solo observaba como movía los labios y tachaba palabras, frases. Cada vez que lo hacía me molestaba, yo consideraba que no estaban tan mal, pero, por lo visto, a pesar de presentar correctamente el tema, tendría que haber seguido sus parámetros a rajatabla.
Tratar de innovar, en un campo académico estricto, implicaba quedar como un memo. Si el autor de la redacción fuera alguien reconocido, el calificador diría: ¡qué innovador!, ¡qué vanguardista!, su estilo es curioso. Sin embargo, como era mío me recalcaba que tenía deficiencias, que sí cambiaba esto, si agregaba lo otro podría ser, por lo menos un texto legible.
Intenta corregir esos errores y hablamos —dijo esto y me devolvió mi trabajo, (no era lo que quería escuchar).
Tras el varapalo que significaron las palabras del profesor, regresé a casa, me senté en mi escritorio y procedí a seguir las indicaciones. Pero cuando me puse a corregirlo, no encontré las palabras adecuadas para hacerlo, me parecía que las elegidas, las que ya estaban, encajaban a la perfección, decían lo que quería expresar, en toda la extensión de sus significados, estaban engarzadas a un buen nivel, por eso me causaba extrañeza que pudiera tener errores.
Como debía entregarlo corregido, al día siguiente, me decanté por llevarlo tal cual estaba, sin tomar en cuenta las recomendaciones de corrección, lo único que hice fue cambiar el tipo de letra y algún retoque estético más. No fui capaz de estropear lo que, para mí, funcionaba.
Al día siguiente, volví a mostrar mi trabajo (supuestamente corregido), no sin antes hacerle la pelota al profesor, argüí que gracias a sus apuntes pude darme cuenta de mis fallos. Cuando dije esto se puso a leer lo que escribí, en esta lectura no dijo nada, guardó silencio y dijo:
—Ves como siguiendo mis consejos has conseguido mejorar tu redacción. Sí los doy no es para molestar —se dirigió a toda la clase—, es por vuestro bien, como ejemplo pongo este trabajo, ayer tenía varias carencias, hoy está mucho mejor, se puede leer de corrido y uno no se entrampa en sus expresiones. Ayer era un batiburrillo, le sobraban muchas cosas, hoy está casi perfecto, no obstante, vosotros sabéis que la perfección no existe —cogió el trabajo, lo mostró a todos y añadió— si queréis leerlo os daréis cuenta de que cumple a cabalidad lo que se le pide.
Tras estas alabanzas, no supe cómo reaccionar, pues yo sabía la verdad, al parecer hacerle la pelota había funcionado, lo hubiera hecho desde la primera vez (pensé).