Creatividad
Pogromo
Llegó a casa golpeado en su amor propio, él, que siempre había estado orgulloso por su manejo del lenguaje, fue puesto en ridículo, tal vez por ufanarse, ¿qué podía pasar, si él sabía de todo?, su preparación lo llevaba a pensar que nada ni nadie en el mundo —era así de rotundo— podía ponerlo en aprietos, además, la mayoría de veces, si dudaba de algo, hablaba y hablaba hasta que sentía ganada la batalla. Esa manera de apabullar hacía improbable que alguien le dijera cosas contrarías a su parecer, en pocas palabras, se consideraba una autoridad, por eso pensó que aquel tipo iba de farol. Su pedantería intelectual, en esa oportunidad, fue un escollo que cegó su sentido común.
Una reunión anodina a la que iría solo por cumplir. ¿Qué necesidad tenía de asistir?, malditas normas, malditas costumbres —se lamentaba—. Esto trastocaba sus planes, para él lo mejor era llegar a casa y despanzurrarse en cama, esconderse en su reducto, olvidarse de las cosas que le causaban sinsabores, en resumen, no le apetecía ir; más no podía decirlo, los compañeros se obcecaban en organizar reuniones y convencían al jefe para que informaran a todos sobre el evento, esto, según sostenían, era parte de confraternizar, así se conseguía hacer piña y sentirse como una familia. La idea de crear un conjunto fuerte hacía que a todos se les conminara a asistir, como no se podía decir nada, era necesario callar y acatar. A él no le interesaban esas dinámicas, le quemaba tener que poner cara de buen humor, en especial porque sentía que estaba fingiendo, sentía un estrés sobredimensionado, nadie lo entendía, solo él. Por un tiempo pensó que su problema era psicológico, pero la terapia demostró que estaba bien, no tenía ningún síndrome con nombre pomposo, eso lo hizo sentirse mejor, pues, en su imaginario, pensar que tenía un mal en la cabeza no era algo bueno, sería como llevar una marca jodida, de esas que nadie ve y todos quieren entender.
Malditos compromisos —se volvió a repetir—, si tuviera opción diría que no. Él no necesitaba sentirse parte de una familia, ya tenía una, no quería añadirle más miembros —se decía malhumorado—. Durante el camino trataba de idear un buen tema de conversación, si bien decían que no se hablaría de cosas del trabajo, al final siempre terminaban haciéndolo. Cenaban, luego venían las bebidas, al inicio todos estaban tímidos, pero luego se soltaban (cuando entraban en ambiente). A él le costaba entrar en confianza —sentía que no pertenecía a ese lugar—, ver a esos tipos hablando sobre temas de altura, como si fueran los salvadores del mundo, le inhibía.Consideraban que gracias a sus ideas la tierra tomaría un rumbo mejor, porque hasta ahora estaba cayendo en picado. Las teorías que enarbolaban en esos momentos eran sustanciales —así lo recalcaban—, tendrían que ser divulgadas en alguna publicación especializada, solo así se podría conocer el valor de sus ideas. Hasta este punto todo resultaba ameno, pero siempre aparecía un pesado que ejercía de sabihondo y hacía callar al resto, muchos no lo rebatían porque era en vano, estaban ahí para conocerse no para pisotear la forma de pensar de los demás —por ahí no pasaba—, su autoridad, según él, estaba contrastada. Gracias al alcohol pensaba que manejaba cualquier tema, bastaba con observar su comportamiento.
Estos inconvenientes, en conjunto, hacían de él un tipo con inseguridades y sí le hacían hablar, y sí le comenzaban a tomar el pelo, no, eso no le gustaba, suficiente con asistir, pero, en ese momento, pensó en algo que le había pasado mientras leía un libro electrónico sobre viajes, estaba interesado, hasta que de pronto se topó con una palabra que no había escuchado en la vida, su primera impresión fue la de estar delante de una fe de erratas. Algunas ediciones en este formato eran descuidadas, era como si los editores pasaran olímpicamente de corregirlas o lo hacían con premura, solo por tener cubierto el apartado de libros electrónicos.
Ocurrió varias veces, tanto así que llegó a dar por sentado encontrarlas en cualquier texto, de ese modo, cuando empezaba a leerlos, no se centraba en que le gustara, sino en la cantidad de errores que hallaría, por eso siempre tenía a mano un boli para anotarlos, a veces, le entraban ganas de llamar a la editorial y decirles un par de cosas: son buenos cobrando, pero su exigencia es nula, podrían ser más exquisitos con su producto. Los precios de estos ejemplares eran menores a los de su versión física (variaban entre dos y cinco euros, dependiendo de su antigüedad). A pesar de las ganas que tenía todo quedaba en buenas intenciones, pues no valdría de nada, era perder el tiempo.
Encontrar esos errores rompían el ritmo de lectura, después era difícil seguir el hilo, en especial cuando eran frecuentes.
La lectura de aquel libro estaba interesante, los datos que le aportaba eran enriquecedores, más cuando llegó al término en cuestión pensó que se había echado a perder la experiencia, otro momento mágico que se va a la basura —se dijo—. Esta sería la anécdota que contaría. En esta ocasión, iría armado al combate.
La reunión fue tan monótona como de costumbre, el mismo tipo comportándose de forma similar —qué suplicio—, jugando a tener la última palabra, haciendo que todos escucharan sus argumentaciones, de repente, sin que nadie se lo esperara, él tomó la palabra, por un instante tuvo temor de no saber llevar la conversación (dentro de todo era un arte), sin embargo, tenía el listón bajo, nadie tendría demasiadas expectativas puestas en su intervención.
—Hace unos días, estaba con un texto de… mientras leía, caí en el término pogromo… —pensaba continuar con su disertación, pero fue interrumpido.
—Dirás programa.
—No, la palabra estaba escrita así. Yo también pensé que era un error, pero no, estaba bien. La marqué en el libro, os lo puedo mostrar si os apetece —tenía una copia del libro en el móvil, pero no le dejaron continuar.
—Pues te habrás equivocado, no sé qué sentido tiene que vengas con un tema tan tonto, nadie en su vida ha escuchado pogromo —miró a todos buscando que asintieran con la mirada.
—Quizás porque a algunos les falta más variedad de lecturas y no solamente centrarse en sus cuatro folletines —Cuando vio por donde iban los tiros, prefirió no dar luces sobre ese asunto, no valía la pena, igual no lo tomarían en serio.
—Pues menuda ignorancia, pogromo no existe, y te lo digo yo que estoy habilitado para participar en Pasapalabra.
—Seguro, soy demasiado ignorante. Ahí lo dejo, no seré yo quien os enseñe y os muestre que existe, aquí vosotros sois los especialistas, yo soy un simple asistente.
—Venga, quédate con tu programa que se te da bien y no vengas con que es pogromo.
—Ya he dicho, ahí lo dejo —no tenía sentido seguir, por eso se retiró.
El tipo aquel se quedó con la espina clavada, sentía que le habían faltado el respeto, consideraba que determinados tonos eran suyos y nadie más podía usarlos, eso de hablar como si no le interesaran las opiniones de los otros era su sello, está majadería no le saldrá barata —dijo para sí—, lástima que escapara diciendo: Ahí lo dejo, si se quedaba un poco más le hubiera mostrado su error flagrante, tapar la boca a tipos de esa calaña era su deporte favorito, demostrarles que estaban equivocados, mejor aún.
Cogió el móvil de su chaqueta, escribió la palabrita en el navegador, esperó a que le diera resultados. Desde su perspectiva era una acción estúpida (no podía dudar de su sabiduría), en ese momento, en la pantalla, salieron una serie de resultados, ninguno fue de su agrado.
Mitchel Ríos