Opinión
Oniria
Este fin de semana se me dio por ver cine japonés, por eso me incliné por una película de Kenji Mizoguchi, que junto a Akira Kurosawa, Yasujirō Ozu, entre otros, forma parte de la historia cinematográfica de Japón. La cinta elegida fue La calle de la vergüenza, obra póstuma que se estrenó en 1956.
Su historia transcurre en un barrio popular de Tokio, en un burdel que atraviesa una situación difícil debido a que el parlamento nipón quiere prohibir la prostitución. Durante el tiempo que dura la discusión para aprobar la nueva normativa somos testigos de lo que sucede al traspasar sus paredes y los temores que aquejan a los que intervienen en el día a día del lupanar.
En este espacio confluyen una serie de personajes, en su mayoría femeninos, que venden su cuerpo al mejor postor a causa de sus apuros económicos. Durante su discurrir, vemos a unas que están resignadas a esa existencia, sin embargo, otras, no tienen contemplado seguir ejerciendo esa actividad, ansían rebelarse y hacer frente a su mala estrella.
Desde el inicio queda patente el tono que tendrá esta producción japonesa, pues se centrará en mostrarnos la realidad sin filtros, haciéndonos conocer los entresijos del mundo de la trata de mujeres, en donde, bajo la promesa de salir adelante, se someten a las reglas del comercio sexual.
El ambiente enrarecido en el que se desenvuelven, genera un clima agobiante, los sinsabores de su actividad ayudan a esto, llegando, la mayoría, a un punto sin retorno, ya que se replantean el modo en el que han llevado su existencia. A menudo estas trabajadoras sienten en sus carnes el discurso hipócrita y solemne que las ha venido subyugando durante muchos años, sus explotadores las subestiman, creen que sin ellos no sabrían que hacer, más bien, estos últimos se sienten reconfortados por su labor, hacen por ellas lo que el gobierno no, prácticamente son asistentes sociales, lo dice sacando pecho el dueño del prostíbulo.
Algo que sorprende en la cinta de Mizoguchi es la manera de contar su historia, lo hace sin medias tintas. Es dura en su propuesta, nos ofrece la realidad tal como es, aunque duela, no es moralista y deja al espectador que saque sus propias conclusiones, captando en varios relatos las motivaciones de cada una de las actuantes, explicando con ello las razones que las empujaron a dedicarse a la prostitución, en muchos casos estas se resumen en una sola: la necesidad.
El discurso cáustico de la realización se ve reflejado en la crítica que realiza a la sociedad, no se queda en la simple anécdota, este es duro, mordaz, retrata con severidad un mundo en ruinas que aspira a levantarse, pero que no recibe la ayuda pertinente. Todo esto ocurre en un escenario en ruinas, reflejo de la ocupación norteamericana, que está dejando de lado sus tradiciones y perdiendo sus costumbres para agradar al invasor.
Quizás por eso nos impacte que la cortesana más joven, la recién iniciada en ese trabajo, se dirija a la pantalla y en un tono pueril, dubitativo, temeroso, signo de no tener demasiada experiencia en esas lides, invite a los espectadores a disfrutar de sus servicios en El país de los sueños, Oniria.