Creatividad
Obvio
Nos despertamos en un lugar desconocido, nuestra primera reacción es de extrañeza —sería difícil no hacerlo—, por consiguiente, nos planteamos la posibilidad de estar dentro de un sueño, ser parte de una broma de mal gusto o, como última posibilidad, estar dentro de una alteración de la realidad ocasionada por nuestra mente. Ese descreimiento inicial da paso a un miedo razonable, pues encontrarnos dentro de un sistema distinto al que estamos acostumbrados y conducido por normas que no entendemos, conlleva una sensación de desamparo, ¿cómo podremos sobrevivir en un lugar que no se rige por lo que conocemos? En esa alucinación nos encontramos indefensos, a expensas del medio, no obstante, a pesar de la resistencia inicial (la de querer salir de allí o despertar), llegará el momento en el que reparemos sobre esa nueva materialidad y comprendamos que no hay modo de escapar, tenemos que acostumbrarnos a ella porque ahora estamos en su interior, inmersos en esa normalidad, por lo tanto, tendremos que dejar de luchar con las ideas que nos invitan a pensar en los sucesos como incorrectos. Con el tiempo, intuimos que somos la anomalía, convirtiéndonos en lo no deseado de esa institución, por lo tanto, necesita ser asimilada, empujándola a las profundidades del delirio para silenciar nuestra voz.
Una película que elabora una metáfora sobre la sociedad actual es El Hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019). Su argumento gira en torno a un centro de autogestión vertical (así lo llama uno de los personajes), en donde son internadas personas con trastornos de comportamiento, algunos entran voluntariamente, otros, porque son conminados a hacerlo. Sin embargo, conforme nos vamos adentrando en su trama se van descubriendo hechos truculentos que trastocan la idea inicial que teníamos.
En este mundo existen tres tipos de personas —dice una voz en off—: Los de arriba, los de abajo y los que caen, una sentencia similar a la que encontramos en la puerta del infierno de La Divina Comedia: Dejad aquí toda esperanza.
En la cinta la gente ha perdido la perspectiva de la existencia, su única motivación para levantarse todos los días es la de mantenerse en el mismo piso que, por un mes, les ha tocado habitar. En este submundo no existen clases sociales, las distinciones se dan por el número grabado en la pared de cada planta, conforme se asciende en él se ganan beneficios para poder garantizar la supervivencia. Todo se centra en satisfacer las necesidades básicas, es así que afloran en cada recluso gestos que nos recuerdan a seres involucionados, anclados en la barbarie, es como si la sociedad hubiera retrocedido siglos, han dejado de lado el respeto al prójimo (reina el egoísmo), prefieren ser los cazadores en lugar de ser las presas. En consecuencia, ese entorno está impregnado de referencias escatológicas, zafias, repugnantes que aplastan los valores y la reflexión de los ejemplares que lo habitan.
Esta alegoría muestra un sistema decadente que necesita ser reformulado desde su base, pues es necesario tocar fondo para encontrar un haz de luz que mueva, reiteradamente, sus postulados, a partir de esa fractura surgirá un mensaje alentador, basado en la premisa de que los grandes cambios se producen en épocas de crisis. En ese trance la salvación ascenderá y dará certidumbres a todos aquellos que estén abiertos al cambio, aunque no se produzcan de forma espontánea, podrá ser factible el sacrificio de la autogestión, haciendo que surja la conciencia en un ente desprovisto de ella.
Mitchel Ríos