Opinión

Manderley

En una ciudad de ensueño, tras perder a su esposa en un trágico accidente, encontramos a Maxim de Winter, un aristócrata inglés, quien por azahares del destino conoce a una joven humilde, sin rancio abolengo. A pesar de ello deciden darse una oportunidad. Tras vivir unos momentos ideales y casarse, viajan para vivir en Inglaterra, en este nuevo escenario la nueva señora Winter descubrirá que todo en aquel lugar está impregnado por los recuerdos de la primera esposa del noble, en tal tesitura intentará no perder la ilusión de vivir al lado de su ser amado.
Este párrafo resume, a grandes rasgos, la trama de la película de 1940, dirigida por Alfred Hitchcock, «Rebecca».
¿Cómo hacerle frente a un fantasma, a un ente abstracto que no se puede tocar, pero que parece estar en todas partes, a alguien con quien no se puede competir, ni se le puede hacer frente, pues a su alrededor giraban todos los que la rodeaban?
Una pregunta cuya respuesta se irá desgranando conforme se desarrolla la historia, en donde la segunda esposa, encarnada por Joan Fontaine, representa a ese ser con dudas, mermada por la ampulosidad de la mansión en la que vive, que no sabe qué pasos dar a causa de la sombra alargada de su predecesora, su empequeñecimiento llega a tal nivel que no tiene un nombre, sólo se la conoce por estar casada con Winter. En este sentido, debido a su ingenuidad, intenta que todo se mantenga tal cual lo dejó su predecesora, Rebecca, esperanzada en que su figura no termine cerrándole las puertas de aquel mundo aristócrata al que accedió.
Esta puesta en escena destaca por los distintos planos de cámara, por la forma en la que nos muestra el mundo de un ser perfecto, sin máculas, ya que todo parece diseñado para mantener su recuerdo, para fortalecer un mundo hecho a su medida.
Asimismo, otro apartado destacable es el modo en el que va generando su trama un ambiente enrarecido, soltando indicios sutiles que devendrán en una tensión constante, que llenará su atmósfera de intrigas que mantendrán interesado al espectador, siendo atrapados por el manejo magistral que hace el director de la ambientación de las diferentes localizaciones, pues se encarga de armar un paisaje lleno de claroscuros que poco a poco nos guiarán hacia un desenlace diferente que satisface nuestras cuitas por los detalles que transcienden lo temporal, a la altura de su propuesta, por lo inesperado.
Ver una obra de Hitchcock es embarcarse en un viaje extraordinario, su ficción a menudo nos embauca, pues nos hace mirar en una dirección cuando, en realidad, lo que nos llevará al fin de la travesía va en otro sentido. Sus giros son de los más sustanciales, satisfactorios, pues una vez concluida la obra, nos hace entender la calidad de esta, en donde se mezclan obsesiones, celos, así como resentimientos, manteniendo un nivel acorde a lo que se está narrando sin perder de vista el leitmotiv de lo que se despliega en pantalla. Sin duda, estamos delante de una producción remarcable, en donde las apariencias lo cubren todo y lo real es simplemente el pretexto para intentar dilucidar la oscuridad de un sendero aciago.

Lume

Agli