Opinión
Cambio de perspectiva
Hay obras que, dependiendo de la época, nos provocan determinadas sensaciones, si no estamos con la disposición quizás nos puedan parecer insustanciales, no porque sean malas, sino por las circunstancias en las que nos acercamos a ellas.
Es cierto, hay textos que nos resultan difíciles, tal vez porque no somos el lector ideal (el imaginado por el autor), una retirada a tiempo no es una derrota, no todas las obras son de fácil acceso, considerar que se le puede hacer frente a cualquier escrito es una necedad, habrá algunos que nos encandilen, haciendo de su lectura una experiencia amena. Otros, por el contrario, se quedarán a medias esperando a ser retomados en el momento adecuado, ese en el que nos deleitarán con su contenido.
Hace varios años vi una película en la televisión, no me llamó la atención, era en blanco y negro, tenía metido en la cabeza que las de color eran mejores, en comparación a las que no lo eran, iba con ese pensamiento preestablecido; podía ver la mejor de la historia, pero desde mi punto de vista era de segundo nivel. El recuerdo dejado por esa obra era de monotonía, no era nada especial, tenía pocas escenas con música de fondo, la historia me parecía sencilla, predecible, fruto de una industria condenada a desaparecer, no percibí elementos que dieran pie a volver a visionarla. Con el tiempo esa perspectiva cambió, a partir de ello, comencé a preguntarme si una producción artística es buena per se, es decir, cualquier persona reconocerá en ella la genialidad, incluso siendo profana en esos asuntos, o entran a tallar otros elementos como la formación del observador o lector, su situación, contexto. Esta pregunta me ha dado varias respuestas vagas, no una que cuaje y pueda ser expresada claramente.
Aquel filme se llamaba Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957, Stanley Kubrick), adaptación de la novela, de nombre homónimo, escrita por Humphrey Cobb, es calificada como antibelicista por la crítica mordaz a eventos sucedidos en las filas del ejército francés, en 1916, durante la primera guerra mundial. Además, nos lleva a través de los entresijos que rodean a un enfrentamiento bélico, mostrándonos el desprecio de los altos mandos hacia sus subordinados.
El director nos hace testigos de primera mano de las injusticias que se producen en el campo de batalla. Curiosamente, se habla de tomar posiciones del enemigo, pero el enemigo nunca aparece, solamente se ve a los soldados de un mismo bando.
Se suele decir que en una guerra no hay vencedores ni vencidos; todos pierden, y en esta historia se demuestra esa premisa. Se lucha contra un enemigo, pero ni los propios soldados saben con certeza quien es, porque su enemigo muta, puede ser el situado en el campo de batalla o el que se halla en un despacho ostentando un cargo de confianza. Estos burócratas militares superponen sus intereses a los de sus tropas, escudados en el patriotismo lo toman como pretexto para mandar a la muerte a sus soldados, cumplen la premisa de dar tu vida por la patria, los que mandan en las guerras rara vez sufren algún rasguño, una cuestión reprochable, pero qué, aparentemente, sucede a menudo, debido a la indiferencia con la que se toman algunos incidentes, dando normalidad a hechos que no deberían ser asimilados como buenos.
En esta historia los buenos sufren, el Coronel Dax (Kirk Douglas) aspira, con su actitud íntegra, a modificar las reglas de ese mundo, a pesar de sus buenas intenciones, su labor es en vano, en ese espacio no hay lugar para los sentimientos nobles. En una sociedad estratificada, los altos mandos son los encargados de decidir el curso de la batalla —a costa de los peones en el tablero de ajedrez—, fungiendo el papel de jueces a su conveniencia. Estos viven en una realidad alterna, alejados de lo que sucede en el frente, están más enfocados en la vida de sociedad, vida de lujos. A diferencia de los soldados rasos, a expensas de las resoluciones de sus jefes, se encuentran desamparados ante la incertidumbre y tienen que hacer frente a la guerra sin dudar ni un instante, incluso se les exige ser fuertes en situaciones en las que sus superiores demuestran flaqueza, están apartados de todo, enterrados en trincheras, de las que no existe otra salida que la muerte.
A pesar de todas esas injusticias el ser humano se resiste a ser abatido. Podrá derrumbarse el escenario, pero siempre quedará en pie alguna esperanza, con ese haz de luz se seguirá en pie, no como una forma de resignarse, sino como una oportunidad para conseguir el bien común.
Esto se ve representado en la canción que los soldados entonan en el bar, junto a una mujer encargada de entretenerlos. La escena parece que no traerá nada bueno para la pobre chica, el odio y desprecio que demuestran esos hombres —víctimas del agobio y de los combates constantes—, parece que desembocará en un evento dantesco; sin embargo, al escuchar su canto, algo cambia, los gritos cesan, percibiendo, de ese modo, más claramente el canto, a pesar de ser otro idioma, todos tararean, demostrando su poder y encontrando un punto de similitud entre los oyentes. La tasca retumba en una sola voz, el ambiente se vuelve cordial y las caras de los presentes se muestran emocionadas, olvidando por un momento lo infelices que son.
Hace pocos días volví a ver esta película, es cierto, tiene que ver el momento en el que vemos una obra, la primera vez no percibí elementos que hacen de esta una de las mejores en el cine. Ahora considero que tiene muchos puntos valorables, elementos que producen en conjunto una experiencia satisfactoria, eso gracias a su forma novedosa de presentarnos el belicismo, en su trama nos exhibe el lado oscuro de la guerra, ese que maneja a su antojo el nacionalismo.
Mitchel Ríos